Por: Nicolás Caputo
El impacto de la devaluación de enero y el ajuste en marcha fueron un despertador para amplios sectores de nuestra sociedad. El sueño de la “década ganada”, pulverizado, ahora amenaza con convertirse en una pesadilla para muchos que viven en la incertidumbre. Desde entonces, volvieron, como no sucedía desde los noventa, los economistas, quienes intentarán explicarnos qué pasa y qué sucederá. Pero, detrás de las dificultades económicas asoma una potencial crisis política, que los economistas no podrían resolver.
Si, como algunos vaticinan, la Argentina se sumergiera en una crisis económica, viviríamos un conflicto sin precedentes y a diferencia de las anteriores su originalidad no sería económica sino política. Esta sería la primera vez que Argentina atravesaría graves dificultades económicas sin partidos políticos organizados con capacidad para contener sus potenciales efectos sociales, para funcionar como amortiguador. En las anteriores crisis, el país contó con instituciones que condujeron políticamente el proceso. Incluso en 2001, a pesar del “que se vayan todos”, el bipartidismo cantó su última loa antes de sucumbir. Fue, en efecto, la Asamblea Legislativa que permitió, con apoyo del peronismo y del radicalismo, la formación del gobierno de transición de Duhalde.
La crisis 1998-2001 destruyó el sistema de partidos. De sus fragmentos emergió un sistema de tribus, de liderazgos informales de distintas facciones que controlan porciones de territorios. El peronismo, que siempre se consideró y funcionó como un movimiento, hace tiempo que dejó de ser un partido político para ser una asociación de caudillos locales. El radicalismo, bajo las apariencias de su burocracia partidaria, se dividió en radicalismos locales que fueron variando sus alianzas a lo largo de esta década para subsistir. En este tiempo, no emergió, todavía, ninguna fuerza política nacional alternativa, mientras que los partidos o sus confusos herederos institucionales son mirados con desconfianza por la gran mayoría.
Esta involución del sistema político argentino fue ocultada y agravada por la conducción híper-centralizada del Estado kirchnerista, que aprovechó los excepcionales términos de intercambio para construir una inmensa red de clientelismo en base a subsidios que permitieron a una gran masa de argentinos subsistir. Los saqueos de diciembre revelaron los límites de esta política que pretendió contener y esconder la otra gran involución de la sociedad argentina. El sociólogo Agustín Salvia sostiene que en esta década se consolidaron la marginalidad laboral, la pobreza estructural y la desigualdad social. Así, tras una década de crecimiento a tasas chinas en Argentina, hay 10 millones de pobres y el 55% de la fuerza de trabajo no tiene empleo productivo y protegido.
¿Qué capacidad de contención y conducción política de un proceso de crisis tiene una democracia con una presidenta con pérdida de apoyo popular y con un sistema de tribus desprestigiado en un país con amplios sectores marginales sin posibilidad de absorber un ajuste? A diferencia de otras experiencias, una crisis económica podría abrir las puertas de una crisis de poder en el país. En este escenario, la salida de la crisis excedería la mera receta económica. Sería, en cambio, un desafío mayor para un sistema político fragmentado y con escasa legitimidad en una sociedad escéptica que bordea la desesperanza.