Por: Nicolás Ducoté
El gobierno nacional lleva adelante, contra viento y marea, un proyecto de reforma de la justicia que implica un riesgoso avance de las prerrogativas del Estado -y dentro de éste, del Poder Ejecutivo- sobre los particulares y los otros dos poderes que prevé la Constitución.
Además, es una evidente desnaturalización del núcleo mismo de nuestra organización institucional y ataca sin disimulo garantías claramente reconocidas desde siempre en la legislación.
La forma de gobierno de la Argentina es republicana según nuestra Constitución Nacional. Esta definición no alude a monarquías formales con las que nadie sueña, sino que busca limitar y equilibrar el ejercicio del poder público. De allí la periodicidad de los mandatos de los funcionarios elegidos por vía política, la publicidad de los actos de gobierno o la igualdad de gobernantes y gobernados frente a las normas, entre otras muchas y saludables estipulaciones.
Se trata, en suma, de poner frenos a la discrecionalidad, de impedir que una mayoría electoral circunstancial “vaya por todo”, de que los funcionarios rindan cuenta de sus actos y de que tanto el Estado en sí como las personas que ejercen funciones en él cumplan las leyes.
De entre todos los rasgos que definen si en un país rigen realmente los derechos y garantías que se proclaman, el más elocuente es el de la real división de los poderes y su auténtica independencia. Con la batería de iniciativas vinculadas con la Justicia que la Casa Rosada envió al Congreso puede decirse sin temor a error que esa división de poderes pierde mucho de su existencia.
Toda la estructura de la Constitución que tenemos que defender está al servicio de las limitaciones a los gobernantes. El artículo 29 lo advierte expresamente y manda a castigar como infames traidores a la Patria a quienes desde un cuerpo legislativo se atrevan a otorgar supremacías propias de regímenes liberticidas. Juan Bautista Alberdi, el padre de nuestra Carta Magna, explicó que los constituyentes de 1853 vieron “el escollo de las libertades no en el abuso de los particulares tanto como en el abuso del poder. Por eso fue que antes de crear los poderes públicos trazó, en su primera parte, los principios que debían servir de límite de esos poderes. Primero construyó la medida y después el poder”.
Es que el poder, por su propia índole, requiere límites. Los problemas para el hombre y la mujer de carne y hueso comienzan cuando, como diría el mismo Alberdi, el mismo que fija las normas tiene la facultad de interpretarlas y para forzar su cumplimiento. La historia de la humanidad es, en cierto sentido, la historia de la lucha de las personas y las sociedades por regular y reducir las potestades de quienes los gobiernan. Y quienes hoy lo hacen en la Argentina no lo admiten. Por un lado ensalzan a quienes, décadas atrás, decían que la legalidad era un “prejuicio burgués”, y por otro ven como un obstáculo para que impere “la voluntad popular” a las normas que les impiden disponer a su antojo de lo que sólo deben administrar.
Por eso quieren partidizar la administración de la Justicia; colocar ésta a merced de quienes hayan logrado una mayoría electoral (que para las auténticas repúblicas es por definición temporaria); convertir al Consejo de la Magistratura en una máquina de obedecer la voluntad omnímoda “de arriba” y limitar todo lo posible la acción de particulares contra el Estado, cuando el criterio saludable y auténticamente democrático debería ser exactamente opuesto.
Alzar la voz contra este descarado atropello no es, entonces, ser “enemigo del pueblo”, sino denunciar un abuso que va justamente contra ese pueblo. Por encima de cualquier engañosa retórica populista, en esta hora no debemos olvidar nunca que los pueblos tienen solamente los derechos que pueden defender.