El borrador encontrado en el cesto de papeles de Alberto Nisman, en el que se solicitaba la detención de Cristina Fernández de Kirchner, revela que la idea, repetida hasta el cansancio por los voceros oficiales, de que el gobierno es el principal perjudicado por la muerte del fiscal puede resultar falsa. Para cotejarla con la realidad, habría que imaginar no lo que ocurre con Nisman muerto, sino lo que hubiese acontecido con Nisman vivo, para extraer luego las correspondientes conclusiones.
Hay que pensar entonces qué hubiese pasado si Nisman hubiera concurrido el lunes 19 de enero al Congreso Nacional para fundamentar sus dichos, si hubiera seguido apareciendo en los medios de comunicación, para agregar nuevos elementos de prueba, y si esa situación dramática se hubiera prolongado en el tiempo durante toda la campaña electoral, con la denuncia instalada en el centro de la agenda pública y el consiguiente tembladeral institucional.
Este ejercicio contrafáctico permite suponer lícitamente que alguien pueda haber pensado, tal vez equivocadamente, que Nisman vivo era más peligroso para el gobierno que Nisman muerto.
Ahora, resulta que el juez federal Claudio Bonadio, responsable de la investigación contra una empresa de propiedad de la familia presidencial, denuncia que fue amenazado de muerte, tal cual ocurrió anteriormente con Nisman, sin que las autoridades competentes adoptaran en ese caso las medidas necesarias para proteger al fiscal, sino más bien exactamente lo contrario, según se desprende de las actuaciones judiciales.
Aunque resulte verdaderamente increíble tener que aclararlo, corresponde advertir que, a partir de esta denuncia, cualquier percance, aún menor, que afecte al juez Bonadio sería responsabilidad directa, indelegable e intransferible de la Presidenta de la República.