24 de marzo de 1976: relato contra historia

Pascual Albanese

A cuarenta años del golpe de Estado de 1976, la Argentina conmemora este nuevo aniversario emancipada de un relato que durante doce años hizo de una versión parcial y distorsionada de la memoria el instrumento de una estrategia de acumulación de poder político y económico, puesta al servicio de un modelo de dominación basado en la articulación entre el partido del Estado y el capitalismo de amigos. El kirchnerismo usó la bandera de los derechos humanos como pretexto para legitimar sus políticas, demonizar a sus adversarios y profundizar la división de la sociedad argentina.

Afortunadamente liberados de la presión ejercida por un Gobierno que utilizó sistemáticamente la dictadura militar como justificación política, esgrimida sin pudor por quienes no hicieron absolutamente nada por combatirla, los argentinos estamos ahora en mejores condiciones para focalizar la mirada en aquella época trágica, sin prejuicios ideológicos, con la única pretensión de buscar la verdad histórica para aprender de nuestros propios errores, enterrar para siempre el pasado y forjar la unidad nacional, con la vista puesta en el porvenir.

El centro de la cuestión es que, al contrario de lo que afirmaron los militares en su momento, y también muchos de sus detractores tardíos, el golpe del 24 de marzo de 1976 no tuvo como objetivo estratégico la derrota de las organizaciones guerrilleras, sino el derrocamiento del Gobierno constitucional de Isabel Perón, empantanado en medio del vacío de poder que había dejado la muerte de Domingo Perón en 1974.

Uno de los testimonios más valiosos brindados por Jorge Rafael Videla a Ceferino Reato, publicado en su libro La confesión, fue precisamente el reconocimiento de que el golpe de Estado no era indispensable para derrotar militarmente a la guerrilla, a la que las Fuerzas Armadas estaban combatiendo con el inapreciable auxilio de la legitimidad que les conferían las órdenes de un Gobierno constitucional.

El extenso listado de los funcionarios y los dirigentes peronistas encarcelados esa madrugada, que incluyó entre otros a Isabel Perón, Lorenzo Miguel y Carlos Menem, así como la intervención de la Confederación General del Trabajo (CGT) y de las principales organizaciones sindicales y la disolución de las “62 organizaciones gremiales peronistas”, que figuraron entre las primeras medidas adoptadas por nuevo Gobierno, corroboran contra quiénes apuntó de entrada el régimen militar.

Cualquier lectura superficial de las proclamas castrenses y de las publicaciones de aquella época ratifica que la ruptura del orden constitucional pretendía terminar con la “demagogia y la corrupción” (eufemismos para aludir al peronismo) e inaugurar una etapa “fundacional”, basada en la defensa de los valores de Occidente, una extraña paradoja en un régimen que tuvo como principal apoyo internacional a la Unión Soviética y sus satélites, incluso Cuba, que primero entrenó a los guerrilleros y después guardó un silencio cómplice ante su exterminio por los militares.

Las editoriales de todos los diarios argentinos en esas jornadas, complacientes al extremo con el golpe militar, coincidieron unánimemente en esa interpretación de los hechos. El vicario castrense, monseñor Victorio Bonamín, quien no se ganó el cielo con sus palabras, lo dijo con todas las letras: “Se acabó el festín de los corruptos”.

Simultáneamente, un amplísimo y heterogéneo arco de fuerzas políticas y económicas, que incluyó a la mayoría de los medios de comunicación, que habían contribuido a crear el clima golpista, y a las grandes centrales empresarias, que semanas antes del golpe de Estado realizaron el primer lockout patronal de la historia argentina, confluyeron en esa argumentación para propiciar el derrocamiento del Gobierno peronista.

Un párrafo especial merece la actitud del Partido Comunista, rápido en olvidar que en agosto de 1975 saludó como un avance la asunción de Videla como jefe del Ejército y que, a partir del golpe de Estado, ensayó una permanente defensa de su Gobierno, al que identificaba como expresión de una corriente militar “democrática” enfrentada con una presunta “ala pinochetista”.

Un repaso detallado de los acontecimientos, certificado por el posterior testimonio autocrítico de algunos de sus protagonistas, revela que las conducciones de las propias organizaciones guerrilleras, ya acorraladas militarmente y divorciadas de la opinión pública, también alentaron la caída del Gobierno constitucional, para salir del aislamiento político al que habían quedado condenadas por su conflicto con Perón y tratar de erigirse en abanderadas de la lucha por la restauración de la democracia.

El análisis del 24 de marzo de 1976 no puede reducirse entonces a la evocación del horror, ni a la simple reiteración de la secuencia de los clásicos golpes militares latinoamericanos. El golpe militar fue la máxima expresión de la violencia antiperonista, que buscó autojustificarse en la lucha antisubversiva para arrasar con las instituciones y edificar un proyecto político cuyo estrepitoso fracaso dejó una profunda lección histórica, que cimenta hoy la fortaleza de la democracia argentina.