El triunfo de Mauricio Macri, que termina con el ciclo de doce años de hegemonía kirchnerista, abre también una oportunidad para la liberación política del peronismo, reducido a la condición de un “Partido del Estado”, apéndice burocrático de un “capitalismo de amigos” que sirvió para enriquecer los bolsillos de una minoría de privilegiados, a expensas del patrimonio público.
Con las lógicas diferencias que surgen de tiempos históricos distintos, ese desafío se asemeja al que afrontó exitosamente en 1983, cuando ante la victoria de Raúl Alfonsín el peronismo supo protagonizar una etapa de renovación, que fue encarnada por una camada de dirigentes que hizo a un lado a los “mariscales de la derrota” y realizó una actualización doctrinaria y programática, que le permitió adecuar sus propuestas a las nuevas demandas de la sociedad argentina.
Conviene subrayar que aquella renovación peronista, que originariamente encontró su principal referencia en la figura de Antonio Cafiero, no fue un simple ajuste de cuentas interno, sino un profundo ejercicio autocrítico que, a partir de una relectura de la realidad de la época, posibilitó esa reconciliación del peronismo con la sociedad.
Esta necesaria precisión conceptual ayuda a orientar el sentido de la etapa que se inicia. Porque “renovación” no significa “restauración”, ni menos aún un mero recambio de dirigentes para un simple maquillaje de ocasión. Los argentinos votaron por el cambio y el peronismo está obligado a escuchar ese mensaje. No hay lugar para la nostalgia de los “buenos viejos tiempos”. No se trata de volver a ningún pasado glorioso, sino de formular una nueva interpretación del presente con la vista puesta en el futuro.
En 1983, el peronismo renovador, lejos de confrontar con el gobierno de Alfonsín, planteó una oposición constructiva, que se manifestó en hechos tan contundentes como su apoyo al “sí” en la consulta popular sobre el acuerdo con Chile en el conflicto del Beagle en noviembre de 1984, en abierto desafío a la postura anacrónica enarbolada desde la conducción partidaria, o su presencia activa, en firme respaldo a la democracia, ante la sublevación militar de Semana Santa de 1987.
Aquel ejemplo histórico también tiene que inspirar la actitud de esta segunda renovación peronista ante el gobierno de Macri.
José Manuel De la Sota ya plantó la bandera de un “peronismo republicano”. Es una buena manera de empezar.