Por: Pedro Corzo
En una conocida serie de televisión, el personaje principal, Francis Underwood, un político ambicioso y sin escrúpulos, hace un comentario sobre el poder y la riqueza en el que afirma que es más importante tener poder que poseer una gran fortuna, una condición que caracteriza a muchas personas, particularmente a los políticos, que consideran la autoridad como el componente más importante de su existencia.
Esto demuestra que la ambición de poder y de procurar por todos los medios perpetuarse en él no es potestativo de los caudillos latinoamericanos, aunque contamos en este hemisferio con el dictador que por más años ha gobernado en todo el orbe en los tiempos modernos, Fidel Castro. Pero ni Castro ni Augusto Pinochet ni Rafael Leónidas Trujillo, algunos de sus émulos más notorios, son objetos de esta columna.
El propósito es presentar a los líderes políticos que utilizan los mecanismos democráticos para acceder al gobierno y, cuando lo asumen, procuran legitimar la extensión de sus mandatos cambiando y reformando, según el caso, las cartas magnas de sus respectivos países.
El ejemplo más próximo en el tiempo es la intentona frustrada de Evo Morales de eternizarse en la Presidencia de Bolivia. Electo en el 2005, volvió a postularse en el 2009 en el marco del concepto de refundación nacional. En el 2015 repitió y ganó, pero, no satisfecha su ambición continuista, intentó este año una reforma constitucional con vistas a un cuarto mandato, en el que cosechó un rotundo fracaso.
El más connotado de estos caudillos de urnas fue Hugo Chávez Fría. Su primera elección fue en 1998; la Constitución que promovió, confeccionada a su medida, le permitió postularse en el 2000, 2006 y 2012. Este último mandato fue interrumpido por su muerte, pero se puede afirmar que, de estar vivo, estaría preparando una nueva candidatura a la Presidencia, porque su afición al poder era tan enfermiza como la de los Castro.
Otro embaucador de oficio es Daniel Ortega, el gobernante que más autoridad ha acumulado en la historia de Nicaragua, por encima de la familia Somoza. Lideró un gobierno de facto por seis años, posteriormente fue electo presidente en 1985, perdió las elecciones de 1990, pero, como no estaba saciado, se postuló en 1996 y 2001, hasta ganar en 2006 y 2011. Ortega reformó la Constitución en el 2014, para establecer la reelección presidencial indefinida, lo que lo convierte en el candidato ideal en los comicios de este año.
Rafael Correa es otro autócrata que gusta del juego de refundar naciones. El ecuatoriano fue electo por primera vez en el 2006, pero, siguiendo el patrón de sus pares del despotismo electoral, promovió una nueva Constitución que le permitió una segunda elección que extendiera su mandato, 2009, para volver a aspirar en el 2013, al gestar otra reforma constitucional que le aprueba la reelección indefinida, 2015, aunque el mandatario afirma que no se presentará en los sufragios del próximo año.
Por supuesto que los caudillos del socialismo del siglo XXI no son los únicos que gustan de la autoridad hasta el hastió. Hay líderes democráticos que también gozan en extremo de los placeres del poder y quisieran eternizarse, pero se ajustan a la leyes y esperan el tiempo que marcan las Constituciones de sus países para buscar la reelección.
Entre los que amenazan con regresar se destaca Luiz Inácio Lula da Silva, el caudillo del Partido de los Trabajadores (PT) que gobernó a Brasil por dos períodos y apoyó a su sustituta, Dilma Rousseff, con el fin de que la mandataria lo respaldara en un eventual retorno.
Sin embargo, las posibilidades de retorno de Lula se aprecian muy difíciles si se consideran los escándalos por corrupción en los que se encuentra envuelto su partido y que la propia mandataria haya declarado que Lula da Silva es “objeto de una gran injusticia”, consecuencia de las denuncias en su contra por supuesto blanqueo de dinero y ocultación de patrimonio.
Hay quienes afirman que algunos políticos son adictos al poder y dependen tanto de su ejercicio que no usufructuarlo les produce grandes trastornos emocionales y de salud, condición que los motiva a retenerlo o reconquistarlo cuando lo pierden.
A fin de cuentas, como diría uno de los muchos abogados de los demonios que están dentro de todos, hay que aceptar que ellos tienen responsabilidad, porque sus ambiciones ilimitadas tienden a generar ingobernabilidad y caos, pero los verdaderos culpables son sus electores, quienes, haciendo uso del privilegio ciudadano, empiedran las avenidas por la que los autócratas con respaldo popular sepultan el Estado de derecho.