Por: Pedro Corzo
En las propuestas y las operaciones políticas más tolerantes y plurales subyacen, en ocasiones explícitamente, ciertas expresiones de violencia que a veces se concretan y generan un ambiente de confrontación que puede derivar en cruentos conflictos, situación en la que es aplicable la expresión de Carl von Clausewitz: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”.
Por suerte, para beneficio del ciudadano y la comunidad, la mayoría de quienes incursionan en la gestión pública son partidarios del debate de ideas y propuestas. Rechazan cualquier manifestación de violencia, más allá de las pasiones que genera la controversia, y bregan por la conciliación por medio del diálogo y las negociaciones.
Sin embargo, no faltan quienes piensan de forma opuesta al filósofo militar alemán, al considerar que la política es una forma de hacer la guerra, en la que el vencedor tiene la potestad de imponer su voluntad y proceder de acuerdo con su exclusivo beneficio y el de sus partidarios.
En ocasiones, la porfía puede ser muy acre, amarga y punzante. Sin embargo, cuando termina la lid, las partes que participaron en la discusión tienden a buscar puntos de encuentros y conciliación, lo que algunos llaman cultura democrática. No obstante, esa convivencia puede resultar afectada, cuando los candidatos recurren a la violencia verbal, la descalificación y la amenaza a sus rivales.
Ningún país, por sólidas que sean sus instituciones cívicas, está exento de estos individuos que piensan que la gestión pública es un campo de batalla, en la que el uso de cualquier arma está justificado. Para ellos, la violencia es el único medio efectivo para hacer avanzar sus proyectos.
Su vía hacia el gobierno es la confrontación. No consideran otra alternativa, aunque en el país que operen existan oportunidades de influir en la sociedad de forma pacífica y cambiar el gobierno a través del voto.
La actuación de Hugo Chávez en Venezuela testimonia cómo, aun en las sociedades democráticas, surgen caudillos que prefieren imponer su voluntad por la fuerza. Chávez apeló a las elecciones al fracasar el golpe militar que comandó, al igual que Evo Morales en Bolivia, que acudió a la generación del caos social para presentarse como única alternativa de gobernabilidad.
Estos mandatarios, por su práctica, mostraron ser enemigos de las instituciones democráticas, con el agravante de que, cuando tomaron el poder, corrompieron la conciencia del elector con propuestas demagógicas que devastan los progresos cívicos alcanzados.
Se pueden poner otros ejemplos de individuos que entienden la violencia como medio y fin, pero hay que reconocer que actuaron en escenarios diferentes. Daniel Ortega y Fidel Castro enfrentaron gobiernos de factos en sus respectivos países. Consideraron que no había otra alternativa para lograr cambios de gobierno, lo que sucede es que, cuando arribaron al poder, se sentaron sobre las bayonetas para mantener e incrementar sus privilegios.
Pero sin dudas la más acabada interpretación de que la confrontación bélica es el contenido y el discurso y la gestión política, un recurso de la guerra donde mejor se ha manifestado en el continente es en Colombia. Allí han operado por décadas grupos irregulares que han recurrido a la lucha armada como instrumento principal para concretar sus intenciones, sin reparos en usar el terrorismo y el narcotráfico con ese objetivo.
Estas facciones no han tenido en cuenta que Colombia no está controlada por una dictadura que oprime y conculca los derechos individuales y sociales. Deciden ignorar que en el país cohabitan distintas expresiones ideológicas y políticas, que la variabilidad democrática es una realidad y, en consecuencia, el ciudadano tiene la capacidad de elegir a sus gobernantes, una condición que invalida moralmente el uso de la fuerza para cambiar o alterar los instrumentos del poder.
Sin embargo, en nombre de la paz y la reconciliación, el Gobierno de Colombia decide actuar políticamente con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), facciones que piensan la guerra como única alternativa para la toma del poder, legitimando a grupos que escogieron la extorsión, el secuestro y el asesinato, porque desprecian a un electorado con derechos.
Esta realidad convierte al ELN y a las FARC en paradigmas a imitar por aquellos que consideran que la guerra es la esencia de la política, que los países deben ser gobernados como cuarteles y los ciudadanos, tratados como legionarios, condición que se acentúa cuando las autoridades otorgan a quienes no tienen posibilidades de alcanzar el poder por medio del voto, tampoco lo consiguieron con las armas, los laureles de la victoria.