“El tiburón se baña, pero salpica”

Pedro Corzo

José Miguel Gómez

Presidente de Cuba, 1909-1913.

 

La corrupción no será el oficio más viejo del mundo, pero sí es una práctica que se remonta a tiempos inmemoriales, en la que siempre han jugado papeles determinantes el dinero, la política y lo que se deriva de ambas en variables proporciones, el poder.

La realidad es que no existe propuesta política que no haya tenido representantes vinculados con la corrupción en cualquiera de sus expresiones, particularmente la económica y el abuso de poder, otra forma de corrupción, al igual que el tráfico de influencias y el soborno.

La amenaza y la presencia de la corrupción son proporcionales a la respuesta de que es capaz la sociedad y su gobierno para erradicarla.

Por otra parte, la empresa privada tampoco está exenta de ese flagelo. Los gerentes de una corporación o el propietario de una barbería pueden fiscalizar mejor su negocio que un administrador público, sin embargo, el mal manejo de bienes y utilidades en cualquier instancia de una entidad es una posibilidad.

En una sociedad democrática, es más factible controlar el movimiento de bienes e influencias. La transparencia que se supone que impera en las sociedades abiertas es fundamental para combatir el enriquecimiento ilícito y el abuso de autoridad en beneficio de terceros, pero lamentablemente las disposiciones y los controles son violados por quienes consideran las fortunas de los otros, particularmente las del Estado, como un tesoro listo para ser saqueado.

La corrupción es uno de los factores que más negativamente afecta a la sociedad, principalmente cuando se descubre que personalidades públicas relevantes han estado involucradas en actividades ilícitas, que en alguna medida son modelos que muchas personas consideran imitar para lograr éxito en la vida.

Si democracias sólidas, con libertad de prensa y una opinión pública poderosa como la estadounidense, han presentado casos de corrupción —Richard Nixon cuando Watergate, o el lobista Jack Abramoff, por sólo mencionar dos sucesos entre muchos—, es de suponer que en aquellos países en los que no hay transparencia en la gestión pública y privada, tampoco fiscalización, y menos aún jueces independientes, la corrupción esté presente en una magnitud capaz de erosionar todos los componentes de la sociedad.

El Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional refleja que no hay país libre de ese azote; también que la extensión y la profundización de esa lacra son más relevantes en las naciones en las que las libertades y los derechos civiles están amenazados o son conculcados por sus gobiernos, o donde la sanción moral contra los corruptos es prácticamente inexistente por la laxitud de la sociedad ante esos delitos.

En los países regidos por dictaduras o controlados por líderes poderosos, los bienes del Estado, en ocasiones también los privados, son manejados para su provecho por los gobernantes, quienes permiten también el enriquecimiento ilícito de asociados y familiares.

Venezuela asoma como la nación más corrupta del hemisferio, junto a Haití, seguida por Ecuador, Bolivia y Nicaragua, cuyos modelos de gobierno tienen muchas semejanzas con el de Nicolás Maduro. Pero la corrupción no es potestativa de los déspotas, está Brasil, donde los escándalos del Partido de los Trabajadores han sumido al país en una profunda crisis.

Cuba no aparece en el lugar que realmente le correspondería. La dictadura no permite apreciar el nivel de corrupción. No hay organismos independientes que puedan investigar al respecto y las entidades internacionales no tienen posibilidad de acceder a información suficiente y verificable.

La corrupción es una hidra de más de mil cabezas. Capaz de mutar, confundir y justificar las acciones de quienes entrampa. Es un demiurgo de presencia universal. Se fortalece en regímenes despóticos o dictatoriales, pero también en cualquier tipo de comunidad que niegue la transparencia, evite pesquisas y sanciones que ejemplifiquen con firmeza lo que no se debe hacer.