Por: Pedro Corzo
Es una demanda que se escucha en Cuba desde hace décadas, pero que lamentablemente no ha sido atendida por la mayoría de los isleños que reclaman a Gobiernos extranjeros los derechos y las oportunidades que posiblemente no fueron capaces de exigir en su país.
Hay situaciones particularmente complejas para ser analizadas, máxime cuando están involucrados numerosos factores, intereses contrapuestos y valoraciones personales que pueden estar influenciados por la subjetividad.
No obstante, hay que soltar el demonio que acosa e inquieta, porque el primer deber de un observador es decir lo que cree, más allá de lo bueno, malo o feo que pueda resultar.
Antes que todo, es justo aseverar una y mil veces que la raíz de todos los problemas de Cuba y los cubanos son consecuencias de la dictadura que rige el país. La falta de derechos, las penurias económicas y la discriminación, así como el exilio y la emigración, son productos del sistema.
La otra realidad, dura y cruda, es que el régimen ha sobrevivido 57 años por su capacidad represiva, por su habilidad para dispensar garrote y zanahoria, más lo primero que lo último, pero también porque un sector del pueblo, a pesar de los esfuerzos y el sacrificio de otra parte de los nacidos en la isla, optó por la complicidad o la simulación, que, a fin de cuentas, como expresó José Martí: “El que vive de la infamia, o la codea en paz, es un infame. Abstenerse de ella no basta: se ha de pelear contra ella. Ver en calma un crimen es cometerlo”.
La nación cubana lleva décadas en franco deterioro. Sus hijos son los que deben restaurarla. Esforzarse. Trabajar. Correr los riesgos que demanden las circunstancias para tener una vida libre, con la calidad a la que cada quien tiene derecho, sólo corresponde a los que nacieron en ella. En la isla no han faltado ejemplos. Ha habido derroche de valor y sacrificios, aunque también han sobrado cómplices y pusilánimes.
Como secuela, si algunos de sus vástagos no quieren o temen correr los riesgos que implica reparar la casa de todos, eso no les confiere el derecho a despojar la tranquilidad a sus vecinos. Ningún pueblo está obligado a disponer de sus bienes o hacer dejación de sus prerrogativas en beneficio de quienes no han sido capaces de conservar los propios.
No se trata de promover la insolidaridad. Simplemente, los que necesitan ayuda deben demostrar un genuino interés en resolver el problema que los agobia.
Emigrar es un derecho, pero es necesario contar con el beneplácito de quien acoge. Hay que respetar las reglas de quien hospeda y nunca exigir en la casa ajena lo que no se fue capaz de demandar en la propia.
La afirmación del periodista Rolando Cartaya: “El maleconazo debe ser en La Habana”, es válida para quienes sumisamente acataron en la isla las normas de la dictadura y en país extraño, cuando no satisfacen sus reclamos, exigen, protestan y vandalizan, actos que no se justifican, aunque es probable que hayan sido instigados por provocadores del castrismo.
Los derechos hay que reclamarlos en la tierra natal, no en el que acoge sin haber sido convidado. Es al castrismo a quien hay que exigir, es en Cuba donde hay que gritar “Hasta las últimas consecuencias”, es junto a las Damas de Blanco donde se debe marchar y hacer sentadas, hasta lograr que la dictadura cese.
Por otra parte, hay que partir de la premisa de que exiliado y emigrantes son condiciones diferentes, que, aunque la política juegue un rol en la decisión de abandonar el país de origen, la categoría la imponen los antecedentes de cada quien y la conducta que se asume en el exterior.
Exiliado es quien dejó su país por enfrentar el Gobierno, el que no regresa a su tierra natal, tanto en cuanto las condiciones que determinaron su destierro no hayan cambiado. Es el que lucha en el exterior, después de haberlo hecho en su país, por derrocar el régimen.
Emigrante es quien, haciendo uso del derecho inalienable a una vida mejor, busca otras tierras donde espera disfrutar de más oportunidades y seguridad. Trabaja para su beneficio y el de su familia, sin reparar en la opresión y los abusos de que son sujetos sus compatriotas.
Sin embargo, a pesar de las diferencias, hay un denominador común, y es que ambos están viviendo en casa ajena, las reglas las pone el dueño de la tierra. En consecuencia, salvo que se asuma la nacionalidad del país que aloja, se sigue siendo, en el mejor de los casos, un convidado.