La elección del domingo tuvo varios ganadores y, por supuesto, importantes derrotados. Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, el mismo Sergio Massa pueden adjudicarse diferentes triunfos. Del otro lado, Cristina Kirchner, Daniel Scioli y Aníbal Fernández encarnan claramente la cara de la derrota. Sin embargo, hubo un ganador que los ha trascendido a todos, y es quizás el gran responsable del triunfo de quienes a la postre resultaron victoriosos. Esta vez no fueron los estrategas, ni los grandes analistas, mucho menos las encuestas, quienes definieron la elección.
El responsable del resultado del domingo se llama Tucumán. La resistencia estoica del pueblo tucumano al fraude electoral en su provincia, puesta de manifiesto en todos esos días y sus noches de autoconvocatoria en la plaza Independencia, fue la bisagra que marcó un antes y un después en el control del escrutinio. Lamentablemente, no les alcanzó a los hermanos tucumanos para evitar lo sucedido en aquella elección a gobernador de su provincia. Se podría decir que sufrir ese resultado fue el costo que hubo —en rigor, que tuvieron— que pagar para que no se continuara con la cultura del fraude que marcó la mecánica del sufragio en todos estos últimos años en nuestro país.
Hemos llegado al absurdo de escuchar de parte de las autoridades electorales de esa provincia y de otras sobre quemar urnas, o recibir urnas abiertas, o al revés, urnas cerradas que ya venían cargadas de votos, o tomar por válidos resultados que no coinciden con lo que indican los telegramas y los certificados de escrutinio, o con lo que marcan los telegramas y los votos volcados en las urnas. Incluso convivir con la violencia y el miedo, con la muerte de ciudadanos en el marco de un proceso electoral, resultarían actos normales que no afectan de ningún modo el acto eleccionario. Que crucen la frontera para votar ciudadanos de otros países vecinos ungidos con documentos para la ocasión, hasta antes de Tucumán, para las autoridades electorales, eran actos de absoluta normalidad.
Y así los argentinos aceptábamos con asombrosa pasividad y naturalidad todas esas trampas y esos fraudes que eran un secreto a voces conocido y reconocido por todos. Daba la sensación de que era imposible alzarse contra esa realidad. A tal punto que las encuestas reflejaban en sus análisis entre 5 y 6 puntos que eran el plus que agregaba toda esa normalidad. De esa suerte, resultaba muy difícil superar al candidato oficialista, que contaba, más allá de muchos otros beneficios y prerrogativas, con ese singular plus.
Sin embargo, Tucumán alzó su voz y dijo “basta”. Se puso de pie y le gritó a toda la República Argentina: “Nunca más”. Sin violencia, pero con toda la fuerza de la vergüenza, de la dignidad y de la convicción de todo un pueblo, Tucumán le mostró al resto del país que era posible ponerle límites al fraude. Y la semilla cundió. Por primera vez en muchísimos años, esta elección estuvo marcada por una verdadera fiscalización. Diría que todos se animaron, contagiados por el ejemplo de los hermanos tucumanos. Y así, parafraseando a alguna funcionaria que se tatuó en su cuerpo “No fue magia”, se pasó, para el candidato oficialista, de los 43 puntos que se anunciaban con absoluta confianza que se iban a obtener en el acto de cierre de campaña a tan sólo 37. De los 10 puntos de diferencia que marcaban las encuestas entre el primero y el segundo a tan sólo dos o tres puntos. Por supuesto, no fue magia. Fue simplemente el resultado de un escrutinio bien fiscalizado, sin trampas. Tucumán fue el gran ariete. Esta vez los argentinos no nos permitimos las trampas ni el fraude. Creo que es hora de que todos los argentinos digamos: “Muchas gracias, Tucumán, por despertarnos a tiempo”. Al fraude le decimos “nunca más”.