Por: Sergio Abrevaya
En sucesivas oportunidades, desde este mismo espacio, hemos reflexionado acerca de la maduración cultural y de convivencia democrática que significaría la convocatoria a un genuino diálogo institucional para fijar los denominadores comunes del desarrollo sustentable e inclusivo del país. En esta ocasión, quiero referirme a otro asunto también indispensable para avanzar hacia una democracia más madura y efectiva: la necesaria reconstrucción del sistema político.
Semejante desafío no puede abordarse con voluntarismo. Llevamos treinta años de recuperación democrática y casi veinticinco desde que el bipartidismo original UCR-PJ fue declinando hacia un modelo de representación política monopartidario, tendencia que se ha abismado en la década kirchnerista. Efectivamente, el justicialismo hace años que es un sistema político en sí mismo, un aparato catch all, que tiende a atrapar todos los espacios institucionales en disputa electoral e incluso los cargos que por definición debieran ser independientes de los poderes ejecutivos como los de auditoría, organismos de control e incluso, en su acción más reciente y grosera, los judiciales.
Se habla mucho y con razón de la vocación de poder perpetuo que entraña la reciente frase presidencial “vamos por más”, pero al mismo tiempo se ha dejado de considerar a la perpetuidad que se viene instituyendo en el país: la de los gobernadores e intendentes del PJ, acompañados cada cual por su propia pléyade de legisladores y ediles invariantes, y la de un Senado que lleva un cuarto de siglo de mayoría automática justicialista.
Siempre, inevitablemente, los sistemas políticos monopartidarios, y por ende no competitivos, terminan deteriorando la calidad de las instituciones constitucionales y el principio de la división de poderes.
No se puede soñar con una Argentina con plena vigencia de los principios republicanos sin el correlato de la evolución del sistema de representación política partidaria como espejo de una cultura política más democrática.
¿Cómo evitamos que la maquinaria del justicialismo continúe indefinidamente detentando el monopolio de la representación política? ¿Es acaso fatal que cuando la presidenta se instale definitivamente en El Calafate, un nuevo “conductor nacional” del PJ con renovado discurso y revestimiento ideológico imponga la derogación de las leyes que ellos mismos votaron? No, no es fatal.
Todos los sistemas de partido único tarde o temprano han sido rebasados por una nueva configuración política de la representación ciudadana. El cambio no será que Cristina no reelija, el verdadero cambio será acabar con el monopolio presidencial del PJ.
Si la sanción en 1912 de la Ley Sáenz Peña, que instauró la representación de la primera minoría en los cuerpos electivos, fue la brecha que posibilitó en 1916 el cambio del régimen y el primer gobierno del radicalismo, no es utópico esperar que la gran novedad en la legislación electoral actual, que representan las elecciones Primarias, Abiertas y Obligatorias (PASO), sea la llave que permita configurar alternativas de poder efectivas frente al aparato de justicialismo, que tanto se asemeja hoy al conservadurismo de entonces.
La aplicación de herramientas parecidas en distintas latitudes ha tendido a facilitar la recomposición de los sistemas de representación política y los procesos de alternancia real, poniendo límites a la fragmentación y la división entre fuerzas con idearios comunes y con coincidencias programáticas generales. La selección de los candidatos por parte de la ciudadanía en comicios obligatorios posibilitó en Uruguay y en Brasil la continuidad de los frentes electorales que hoy gobiernan.
El modelo monopartidista, en un contexto democrático electoral, no representa generalmente al voto de la mayoría de la población. Sólo en 2011 el oficialismo obtuvo la mayoría electoral que ya no podrá recuperar. El monopartidismo funciona aunque el justicialismo obtenga solamente el 40% de los votos, su piso histórico. Para imponer su unicato el kirchnerismo no ha dudado en cooptar dirigentes opositores, pero debemos asumir que las divisiones de sectores afines de la oposición, casi siempre por desacuerdos para designar candidaturas, le ha sido funcional.
Las PASO brindan una oportunidad para romper esta lógica y para imaginar un sistema político partidario conformado por dos grandes polos: uno de centroderecha y otro de centroizquierda. Tal es así que apenas fueron implementadas hace dos años eliminaron prácticamente a las viejas internas partidarias en las que eran determinantes los aparatos y el clientelismo. Al votar toda la ciudadanía de manera obligatoria, la mecánica resultante es aglutinante de fuerzas con perfiles similares, estimulando la creación de grandes coaliciones competitivas.
En tal sentido, estamos trabajando para conformar una oferta electoral de centroizquierda en la Ciudad de Buenos Aires que sume la capacidad convocante y el prestigio de dirigentes del FAP, Proyecto Sur, a la UCR y la CC, para que en las elecciones primarias, abiertas y obligatorias de este año un amplio sector de la ciudadanía seleccione sus candidatos. ¿Por qué deben confluir estas fuerzas? Porque comparten convicciones y principios esenciales, porque las diferentes miradas y trayectorias enriquecen y potencian a las coaliciones modernas, y son indispensables para convocar e interpelar a un electorado cada día más independiente y plural.
Imaginemos el impacto que tendría, al finalizar la primaria abierta y obligatoria, si esa misma noche todos aquellos precandidatos que han competido en esa jornada dentro del espacio de centroizquierda demuestran su compromiso y convicción relanzando juntos, cada cual desde el lugar que le haya asignado la gente, la lista definitiva de una fuerza emergente, potenciando una alternativa creíble de gobierno hacia el año 2015 en la ciudad y el país.