Por: Sergio Abrevaya
La señora presidenta está empujando los límites de las instituciones democráticas hasta un umbral peligroso. De traspasarlo, mediante la aprobación exprés y la eventual implementación del paquete de leyes de la llamada reforma judicial, tendremos derecho a preguntarnos sobre el carácter del régimen político vigente en el país: ¿seremos un régimen democrático con resabios o prácticas presidenciales autoritarias, o un régimen autoritario de corte plebiscitario?
Demoler la independencia de la justicia como poder autónomo de la Nación, que es lo que verdaderamente se propone el gobierno nacional en su nueva gesta patriótica, no es otra cosa que eliminar, definitivamente, el control que el Poder Judicial debe ejercer sobre los actos y omisiones del gobierno. Y en este sentido, vale la pena recordar que la noción más elemental de democracia está indisolublemente unida a la división de poderes, una premisa republicana de contrapesos institucionales establecida en la Constitución Nacional.
Primeramente, el Poder Ejecutivo ha subalternizado al parlamento imponiendo una mayoría automática vergonzante que oficia hace tiempo como escribanía de los deseos presidenciales. Es cierto: triste destino transita aquel que supo acceder al privilegio de representar a su electorado para terminar alienando su mano y su voluntad política al cordel accionado por la diestra sin fusta de su jefe de bloque. Así observamos hoy cómo ambas cámaras, en un puñadito de días, se aprestan a sancionar el antojo de reforma judicial de la presidenta. Lo dicho, el Congreso reducido a una escribanía, en este caso, con apenas dos actuarios muy expeditos.
Si luego se llegara a implementar este paquete mal llamado de “democratización de la justicia”, el modelo democrático republicano entrará en un tobogán hacia su desaparición. La suma del poder público en manos de la presidenta y la uniformización de los otros poderes del Estado mediante las avanzadas del Frente para la Victoria parecen una pesadilla inimaginable a treinta años de la recuperación democrática y tienen el aspecto de un delirio monárquico ultramontano. Sin embargo, hoy es una amenaza tangible y cercana a convertirse en tenebrosa realidad.
Estamos de acuerdo con aquellos que sostienen que la justicia necesita incorporar reformas. Pero no creemos que haya que “oxigenarla” tal como ahora lo plantea el kirchnerismo. Y si fuera así, ¿cómo hay que hacerlo? ¿Por qué también no avanzamos en garantizar el respeto por la Constitución Nacional, con transparencia y eficiencia? Efectivamente, nos guste o no, la composición sectorial del Consejo de la Magistratura está prevista textualmente en nuestra Carta Magna.
Por otra parte, la justicia argentina desde hace tiempo debe superar una debilidad: las intromisiones del poder político que afectan su independencia. Estas se padecen por acción espuria, con jueces digitados o rescatados vergonzosamente del juicio político a cambio de impunidad; y por la omisión o pasividad de instancias judiciales que temen las revanchas del oficialismo contra el que no se somete. Sin embargo, lo que el kirchnerismo nos propone por estas horas es acentuar esa patología con la subordinación total del Poder Judicial a las “razones de Estado”, razones que, vale decir, interpreta en soledad la presidenta de la República.
La movilización ciudadana y el control de constitucionalidad de las leyes que aún conserva la Justicia, y en última instancia la Corte Suprema, pueden evitar tamaño y lamentable desenlace. En este marco, el 18-A convocado por las redes sociales es una acción cívica trascendente para impedir el avasallamiento y destrucción de las instituciones de la República.