Por: Sergio Abrevaya
A pesar de los malos antecedentes institucionales que Néstor Kirchner acarreaba desde su provincia -especialmente se sospechaba por entonces del destino de los fondos petroleros provinciales que hoy nadie duda que fueron saqueados-, cierta luz de esperanza vivíamos los argentinos hacia mayo de 2003. La ratificación del equipo económico heredado de la transición duhaldista no se computaba como una virtud sino como una continuidad lógica, y la convocatoria a Alfonso Prat Gay para presidir el Banco Central completaba una señal de “país normal” que los afiches del Frente para la Victoria habían prometido en las elecciones previas.
Por otra parte, el impulso de una profunda renovación en la Corte Suprema le confería una nueva legitimidad al flamante Presidente, y concitaba la adhesión de luchadores sociales y figuras de prestigio hasta entonces intachables a las que ni él ni su señora jamás habían acompañado, frecuentado o reivindicado. Así, la operación “barniz progresista” se puso en marcha.
Ya hace tiempo que esa pátina se ha descascarado, tanto por el anquilosamiento de parte de aquellas adhesiones mediante prebendas, como por la toma de distancia crítica que otros fueron asumiendo cuando se dejó ver la matriz autoritaria, plebiscitaria, conservadora, clientelar y de negociados del capitalismo de amigos. Pero en aquel 2003 para la mayoría de nosotros era inimaginable que ese gobierno pudiera desembocar tras una década en un intento inédito de cambiar el régimen democrático republicano.
Aprendiendo de nuestro pasado, es esperable que ahora nuestros deseos de convivencia democrática en paz no nos impidan ver lo evidente: quien no ha dudado en dinamitar al Poder Judicial cuando un fallo contra un grupo mediático le fue adverso, difícilmente acepte con hidalguía una eventual derrota electoral. Intentará evitar a toda costa, y sin límite alguno, entregarle el bastón presidencial en 2015 a un representante de la oposición.
No será suficiente que en última instancia la Corte Suprema declare la inconstitucionalidad de la reforma judicial plebiscitaria tal como esperamos. Para sostener un régimen de garantías republicanas y para evitar que el proceso de pérdida de poder del kirchnerismo, hasta su ocaso definitivo, hipoteque el futuro de la joven generación y clausure de las oportunidades de progreso social de los más humildes, hará falta, además, una ciudadanía activa y movilizada, y también una nueva gestualidad de la dirigencia con genuina voluntad democrática.
La naturaleza del poder absoluto fue genialmente retratada en las obras de Shakespeare, y la carencia de límites que impone la administración de un poder vertical trasciende las páginas de las novelas de Mario Puzzo o Alejo Carpentier. Su propia dinámica encierra al autoritarismo en un destructivo callejón sin salida, como lo expresaron con propiedad los grandes filósofos políticos. Los argentinos debiéramos aprenderlo de nuestra propia y trágica experiencia histórica.
Dos imágenes sintetizan el vértigo político de estos días. Una es ficción, Néstor Kirchner le arroja al periodista Jorge Lanata un bolso repleto de dólares confesándole que “mi nube está demasiado cargada”. La otra no es ficción, una diputada argumenta a favor del paquete de leyes liquidador de la Justicia “simplemente porque amamos a la Presidenta”. Dos imágenes, dos percepciones antitéticas del presente y del futuro.
La reconstrucción de la convivencia va a requerir mucho afecto por el otro, por el que está en condiciones familiares desfavorables, por los más necesitados que siempre se empobrecen cuando se deterioran las instituciones del Estado democrático, y también va a requerir afecto por el que piensa distinto, por el que obra con su propio criterio. El afecto social es un bien escaso entre la dirigencia política con vocación democrática, a pesar de ser un recurso indispensable frente al avasallamiento de la lógica amigo-enemigo.
El miércoles pasado, en una de las sesiones más tristes de la Cámara de Diputados que se recuerde en los treinta años de recuperación democrática, la diputada Elisa Carrió -a quien valoro y fue la primera en advertir acerca de la naturaleza del kirchnerismo- no debió agredir a los integrantes de la Corte Suprema ni a sus pares de la oposición en la Cámara. Mucho menos a María Eugenia Estenssoro, que enalteció como senadora a la Coalición Cívica, que -al igual que Carrió- fue siempre coherente frente a la práctica autoritaria del oficialismo, y que sólo se diferenció de ella manifestándose a favor de una amplia concertación política de todo el progresismo.
La intemperancia y la descalificación pública entre quienes comparten una misma posición política de defensa de las instituciones es funcional a la estrategia kirchnerista. Por otra parte, en lo que respecta a las fuerzas de centroizquierda, es una práctica que atenta contra la posibilidad de articular un gran espacio político con capacidad efectiva de gobierno.
Aprendamos a practicar el afecto social y a aceptar la pluralidad de criterios.