Por: Sergio Bergman
En dos días 18, mataron. En julio de 1994, en la masacre de la AMIA, a 85 víctimas inocentes. Inocentes, los que estaban dentro del edificio de la mutual judeoargentina y los que caminaban por la calle Pasteur.
En enero de 2015 mataron en Puerto Madero a un fiscal de la nación culpable. Culpable de investigar y de denunciar por encubrimiento a la Presidente, al canciller, a los funcionarios del Gobierno de la nación.
Por la verdad, la memoria y la justicia durante más de dos décadas de ejercicio sostenido de reclamo, hemos llegado a una nueva efemérides en este 21.er aniversario de la masacre de la AMIA. Aún sin resultados, pero con la evidencia en los expedientes de una conexión local que espera un nuevo juicio, pero está tan claramente identificada como impune por mala praxis de la Justicia, que también será juzgada. Una conexión internacional que documenta la participación de Irán en el atentado que tiene a sus actores localizados de manera tan clara como también lo es el memorándum como acto simultáneo de encubrimiento y de inconstitucionalidad perpetrado por un Gobierno que ha demostrado no tener ni límites ni escrúpulos.
Sin embargo, como síntoma de la anomia general, en esta adormecida sociedad que somos, paradójicamente, mientras la masacre de la AMIA tiene sus muertos en las víctimas, su memoria vive y, aun pasando los Gobiernos, los jueces e incluso la falta de voluntad de esclarecer, hay una sociedad que se resiste a olvidar, renovando año a año más memoria.
Nada de ello ocurre con la muerte del fiscal, que está tan muerto como el recuerdo de una sociedad que, luego de meses de seguir la trama policial, la difamación oficial del Gobierno, y ahora la nada misma judicial, todavía no sabemos qué pasó, cómo pasó ni quién lo hizo. La memoria de Alberto Nisman muere a tan solo seis meses de que él esté muerto.
Si bien es la Justicia la que dirime quién mató a Nisman, es la memoria la que redime la clara evidencia acerca de a quién corresponde la responsabilidad política, que no es materia de una investigación judicial, sino del solo recuerdo de los hechos proyectados en el sentido común de los argentinos y en la clara preocupación y estupor del mundo entero. Nadie deja de reconocer que esa responsabilidad política de no haber cuidado a Nisman, luego de lo que él denunciara y ante el ataque frontal de referentes del Gobierno, es de la Presidente y del Gobierno ejecutivo de la nación.
Y es aquí, una vez más, donde no se trata de dirimir culpables, que serán encontrados en una Justicia que aún no es justa, sino de reflexionar que todos somos parte del cuerpo social responsable de olvidarnos de la muerte de Nisman, mientras seguimos recordando la masacre de la AMIA.
Desde este 18 de julio, el 18 de enero debe ser una parte indivisible de una sola memoria. Es un mismo reclamo de justicia. Y se trata de saber una misma verdad.
Las víctimas de AMIA, que recordamos 21 años después, no descansan en paz hasta que haya verdad y justicia, por eso hacemos memoria. Tampoco Nisman puede descansar en paz. Es por ello que todos nosotros no tendremos paz hasta que sepamos la verdad.
La única que ya sabemos es que Cristina será siempre recordada como la presidente sospechada de encubrimiento de Irán -los imputados en esta masacre- y la responsable política de desproteger a un fiscal que termina muerto cinco días después de denunciarla ante la Justicia.
Otra verdad, no menos dolorosa, es que la causa que investiga esta masacre está tan muerta como el mismo fiscal y las víctimas de la AMIA; y que aprovecharon la oportunidad de matarla y sepultarla en la unidad fiscal que conducía Nisman. Él, su trabajo, su denuncia y su fiscalía también están muertos.
Y nosotros portamos 21 años de memoria y 6 meses de olvido.