Por: Walter Schmidt
Las relaciones internacionales distan mucho de asemejarse a las relaciones políticas internas, partidarias, al menos las que se desarrollaron en la Argentina en las últimas décadas.
El lenguaje diplomático es sutil, moderado, cuidadoso de no ofender a otra nación o entrometerse en los asuntos domésticos de otro país. Debajo de toda esa puesta en escena, obviamente subyacen las negociaciones crudas, duras, de la política internacional. Pero no se exhiben ni ostentan, salvo excepciones.
Hay una condición que convierte a un país en serio: la previsibilidad. Una nación puede ser de izquierda o de derecha, pro-norteamericana o pro-china; con un Estado omnipresente o un Estado vacío. Pero debe ser previsible. Los actores internacionales deben saber hacia dónde apunta su política exterior, cuáles son sus socios, sus aliados, qué se está dispuesto a negociar y qué es innegociable.
Establecidas esas reglas, las de la Realpolitik, la Argentina es un país poco serio. Prueba de ello es que a menos de cuatro meses del cambio de Gobierno, el país dio un giro de 180 grados en su política exterior, que bien lo pueden reflejar tan sólo dos frases respecto del Gobierno del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama. La primera pertenece a quien fuera presidente hace apenas 108 días atrás, Cristina Fernández y la segunda, al actual jefe de Estado, Mauricio Macri.
Cristina Fernández a Obama: “Quieren voltear al Gobierno con ayuda extranjera. Y si me pasa algo, después de las amenazas recibidas, no miren hacia oriente, miren hacia el norte”.
Macri a Obama: “Su liderazgo ha sido muy inspirador para la mayoría de los dirigentes. Usted emergió proponiendo grandes cambios y demostró que con convicción se podía desafiar el statu quo”.
¿Cómo puede ser creíble para el mundo una nación que puede pasar del odio al amor o del amor al odio en cuatro meses? La primera respuesta es la falta de políticas de Estado que construyan la identidad de la Argentina a partir del consenso de todas las fuerzas políticas y de los representantes de los distintos sectores de la comunidad, plasmado en la Constitución Nacional. Que refleje ese gran acuerdo, pero también que exija su cumplimiento.
No se trata de discutir o debatir si la postura de Cristina Kirchner era mejor o peor que la de Mauricio Macri, sino en construir un sendero que sea transitado por todos los Gobiernos que sucederán al actual. Es muy poco serio que el presidente que llega al poder moldee al país de acuerdo con su criterio y que el que venga después tenga las manos libres para hacer algo en sentido contrario.
En los ochenta, con el retorno de la democracia, Raúl Alfonsín (Unión Cívica Radical) eligió una política exterior basada en la unión sudamericana —el Mercosur—, con un vínculo distante aunque no confrontativo de los Estados Unidos de Ronald Reagan. La llegada de Carlos Menem (Partido Justicialista) dio un giro, estableció las “relaciones carnales” con Washington, una buena relación con Europa y algunos problemas comerciales con los socios sudamericanos. Fernando de la Rúa (Unión Cívica Radical) no tuvo demasiado margen para las relaciones internacionales y su agenda fue muy acotada, casi neutral en todo aspecto, supeditada a la crisis económica, aunque trató de mantener el equilibrio, sin alineamiento alguno.
Tras el breve Gobierno de Eduardo Duhalde, a quien Estados Unidos le hizo padecer las negligencias de la Argentina para evitar una crisis total, los Kirchner volvieron a dar un giro a su agenda internacional. Los Estados Unidos, primero con George W. Bush y luego con Barack Obama, siempre fueron el enemigo a enfrentar, ya sea dando muerte al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), denunciando la intromisión en asuntos locales o un complot cuando fue descubierta la famosa valija de Guido Antonini Wilson que pretendía ingresar con 800 mil dólares no declarados al país, hasta el memorándum con Irán o los fondos buitre.
Nuevamente, como si se tratara de un reloj de arena al que, luego de determinado tiempo —una gestión de Gobierno de un color político— se lo da vuelta, ahora Estados Unidos pasó a ser un aliado estratégico y el modelo a seguir.
“La volatilidad de nuestra política exterior puede llamar la atención, pero es un reflejo de algo más grave: la inestabilidad interna, las crisis recurrentes que nos impiden aprovechar las capacidades existentes y generan daños económicos, políticos y sociales. Ese comportamiento nos torna cortoplacistas, impidiéndonos mirar hacia delante e imaginar juntos un futuro mejor”, escribió el actual embajador argentino en Washington, Martín Lousteau.
Ese cortoplacismo del que habla Lousteau inunda a la Argentina de interrogantes en el mundo. ¿Cuál es la verdadera Argentina? ¿La de las relaciones carnales de Menem o la setentista y antinorteamericana de los Kirchner? ¿La de la frialdad de Alfonsín o del alineamiento de Macri? Lamentablemente, todas.
En la medida en que la política no se siente a una mesa a diseñar el modelo argentino, que deba regir de aquí en más, por encima del color político del presidente de turno (como ocurre en Estados Unidos, Brasil, Uruguay o Europa), nuestro país quedará supeditado a los aciertos y las buenas intenciones de quien gobierne. Y esperar eso de la política es demasiado ingenuo.