Por: Yamil Santoro
Hace unos meses me preguntaba cómo podía ser que no hubiera linchamientos. Notaba un desencaje entre el nivel de saturación de las personas y la reacción ante los distintos casos de inseguridad. El caldo de cultivo estuvo hirviendo hace tiempo.
Un día alguien decidió cruzar el límite. Un límite que como quedó después verificado era fácil de cruzar y las sanciones escasas. Algo que muchos de los linchados habían aprendido hace tiempo. Acción y reacción son fruto de un Estado fallido, del desplazamiento del Estado de Derecho por resultar insuficiente para satisfacer las necesidades de las personas.
Pero el sadismo que se traduce en sangre no debe explicarse sólo en este punto. Hay un elemento de control en la violencia ejercida, en poder personificar nuestros males y angustias y cuando por fin se tiene la posibilidad de repeler alguna de ellas la reacción es desproporcionada, destructiva, criminal.
¿Por qué? Porque sufrimos un desequilibrio interno producto de la ausencia de la idea de justicia. Este es el fracaso más abismal del kirchnerismo: haber destruido la gran mayoría de los incentivos para la cooperación y la concordia social. La violencia es síntoma de la impotencia.
Las causas que permiten explicar las reacciones lejos están de justificar el océano de miserias que inspiran a quienes gozan de promover y ejercer la violencia.
Puedo entender las causas pero ceder ante la tentación de transformar nuestras frustraciones en sangre nos degrada a pesar de la historia que nos contemos.