Hace varios años Washington decidió luchar contra la corrupción internacional. Declaró, in pectore, la guerra negra. El nombre procede de la literatura, de las novelas negras en las que el protagonista suele ser un detective complejo y angustiado.
No se trata de cooperar con las operaciones policíacas, algo que hacen muchas naciones, sino de iniciar las investigaciones y perseguir activamente a los delincuentes. Por ahora han caído, entre otros, miembros de la directiva de la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), altos funcionarios de la ONU, deportistas que se dopaban para ganar las competencias, narcotraficantes encumbrados y banqueros que canalizaban los fondos mal habidos.
El largo brazo de la Justicia norteamericana tiene varias manos muy competentes: el FBI, la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), que persigue el tráfico de drogas, los informes de sus diplomáticos, las investigaciones de la fiscalía federal, especialmente la de Nueva York, ciudad por la que suelen transitar las operaciones bancarias de medio planeta. Además, la eficiente labor de una entidad mucho menos conocida, el FinCen, breve sobrenombre del U.S. Treasury’s Financial Crimes Enforcement Network, un gran sabueso de cuello blanco capaz de rastrear el flujo del dinero por el intrincado mundo financiero de nuestros días.
Hay algo de cruzada moralista en esta labor de Estados Unidos, pero también una convicción probablemente acertada de algunos de sus funcionarios más influyentes: o se enfrenta al crimen organizado decididamente, o poco a poco se irán erosionando los fundamentos del Estado de derecho y desaparecerán los principios con que el país se fundó y echó a andar en 1776. En gran medida, la lucha contra el delito es por la supervivencia del país.
Eso explica lo que hoy sucede.
Estados Unidos liquidó en unas horas a la familia más poderosa de Honduras. El 6 de octubre fue detenido Yankel Rosenthal en el aeropuerto de Miami, sobrino de Jaime Rosenthal, acaso el hombre más rico de su país, cuya fortuna se calculaba en 690 millones de dólares, amo y señor de docenas de empresas, entre ellas el Banco Continental, que data de 1929.
Inmediatamente se inició el desguace del grupo. De la noche a la mañana se vieron sin dinero, sin propiedades y sin una simple tarjeta de crédito. La acusación —que la familia niega— es blanqueo de dinero, en este caso procedente del narcotráfico, que manejaban algunos de los clientes del banco. La cocaína colombiana había sido transportada a Estados Unidos por delincuentes hondureños.
En febrero de 2015 salió de una cárcel norteamericana el ex presidente guatemalteco Alfonso Portillo. Dos años antes había admitido haber utilizado la banca de Estados Unidos para “blanquear” dos millones y medio de dólares entregados por los taiwaneses como cooperación para imprimir unos libros destinados al sistema escolar. Parece que en la investigación fue muy efectiva la labor de la Comisión Internacional contra la Impunidad (Cicig), organismo auspiciado por la ONU.
Se sabe que PDVSA, la compañía petrolera pública de Venezuela, una verdadera alcantarilla al servicio de mil ladrones, está bajo la lupa y sus directivos podrían ser acusados de numerosos delitos relacionados con diversas expresiones de la corrupción. Según Bloomberg, las tres refinerías que Citgo posee en Estados Unidos, valoradas en ocho mil millones de dólares, podrían ser intervenidas por las autoridades federales.
Por la misma regla de tres, hay una alta posibilidad de que personajes como Diosdado Cabello, presidente del Parlamento venezolano, acusado de numerosos delitos, algo que él niega con vehemencia, también acabe en una cárcel norteamericana, como le sucedió al general panameño Manuel Antonio de Noriega, hombre fuerte de Panamá en la década de los ochenta.
Ya hubo un ensayo en ese sentido. En junio del 2014 el general venezolano Hugo Carvajal, presunto jefe del cártel de los Soles, como llama la prensa a los militares que colaboran con los narcotraficantes, fue detenido en Aruba para ser deportado a Estados Unidos. Los holandeses, finalmente, se lo entregaron a Caracas. Se asustaron ante las amenazas del Gobierno de Maduro, que enseñó los dientes y reaccionó como una banda que protege a uno de los suyos, pero ese episodio no tardará en repetirse.
¿Cómo terminará esta guerra negra? No lo sé. Las novelas negras suelen tener finales tan ambiguos e inesperados como sus protagonistas. Pero son apasionantes.