Por: Carlos Mira
En ocasión de cumplirse cinco años de la asunción de Néstor Kirchner como primer secretario general de la Unasur, la Presidente -o mejor dicho el aparato de propaganda y difusión del gobierno- llevaron a cabo un acto inverosímil en el llamado salón de los “patriotas” latinoamericanos, en el que la Sra de Kirchner colgó un cuadro de su esposo y otro de Chávez.
Lo primero que llama la atención de esta extravagancia es la desconexión entre la pretendida unción que se le quiso dar al acto con los logros propios de la Unasur, una organización que ha pasado -y pasa- sin pena ni gloria por la vida política internacional del continente y del mundo.
En efecto no puede anotarse un solo logro entre sus cometidos. Y la única misión aparente es agrupar a naciones latinoamericanas con el objetivo de producir una grieta hemisférica que las separe de los Estados Unidos.
La verdad causa un poco de tristeza -por la tácita admisión de un insanable complejo de inferioridad- ver a nuestros países caer en la creencia de que tienen un futuro promisorio por la vía de enfrentarse a la primera nación de la Tierra. En lugar de aprovechar la ventaja geográfica de constituir con ella un solo bloque continental, creen que desafiándola lograrán mejora el nivel de vida de sus pueblos.
Hasta ahora los enormes coscorrones que se han ligado no parecen ser suficiente escarmiento como para que entiendan que ése no es el camino de la abundancia. Pero, bueno, allí siguen creyendo que la queja rancia les traerá prosperidad.
En segundo lugar, el hecho ofensivo de colgar un cuadro de Chávez en un lugar histórico de la Argentina. Está claro que no es la primera ofensa que recibe esa sala, creada ad hoc por el gobierno para producir este tipo de irritaciones. Como todos saben ya figura allí un cuadro del Che Guevara, el guerrillero argentino que hizo un culto confesado de la muerte, definiendo al combatiente latinoamericano como “una fría máquina de matar”.
La figura del ex presidente venezolano ofende a la democracia. Chávez fue el iniciador de un régimen que se ha convertido en una dictadura lisa y llana, con presos políticos, sin libertad de expresión, con persecuciones, policía secreta, agentes de inteligencia extranjeros, muertos a sangre fría en manifestaciones opositoras, escasez de todo tipo (empezando por la inexplicable crisis energética en un país asentado sobre un mar de petróleo, probablemente el segundo más grande del mundo detrás del que yace debajo de los países del Medio Oriente), con niveles de asesinatos, crímenes y asaltos en muchos casos estimulados desde el propio gobierno para que los “pobres” le vayan a robar a los “ricos”; sin derechos civiles, sin garantías constitucionales, en donde la justicia es un apéndice, una marioneta, del ejecutivo, en donde rige un gobierno militar que aisló al país del mundo a punto tal que hoy literalmente los venezolanos no pueden abandonar el territorio porque la inexistencia de vuelos internacionales los mantiene en una gigantesca cárcel.
El cuadro del inspirador de esa tragedia decora desde ayer una sala de la Casa de Gobierno argentina un país cuyo himno se deshace en loas a la libertad.
Hace ya bastantes semanas sugeríamos en estas mismas columnas una teoría; una teoría que le daría cierta lógica a algunas salidas y manifestaciones de otro modo inexplicables de la presidente. Hablábamos allí de la “teoría de la irritación”, es decir, de la tesis según la cual la Sra de Kirchner hace cosas al solo efecto de provocar irritación en aquellos a los que ella quiere irritar.
A la Presidente no se le escapa que a una franja muy importante de la sociedad argentina la figura de Chávez la irrita, lo mismo que la del Che Guevara o la de Putin. Lo sabe, lo conoce y tiene pruebas irrefutables de que eso es así. Sabe que para esa parte de la sociedad esos nombres son ofensivos, son sinónimo de autoritarismo, de ausencia de derechos, en muchos casos, directamente de muerte.
Y es precisamente por eso que el Che y Chávez tienen sus cuadros allí y que su gobierno ha constituido una relación privilegiada con Rusia. Todos los parámetros lógicos de la historia y de las relaciones internacionales contraindican esos procederes. Y por eso precisamente lo hace. La presidente siente una especie de goce interior viendo cómo las personas que ella detesta se retuercen en su furia cuando la ven abrazándose con Putin, elogiando al Che o colgando el cuadro de Chávez: en efecto, lo hace a propósito.
¿Resultados concretos a favor de la gente de toda esta mecánica? Ninguno. Pero eso no es lo que a la Sra de Kirchner le importa. Lo que a ella le interesa es seguir profundizando gestos que a su vez estimulen una división marcada en la sociedad que le permitan asumirse como la líder de una facción de “oprimidos” que lucha contra los “opresores”. De allí la cultura de los enemigos, de los buitres, de las conspiraciones, de la Argentina siempre en el papel de víctima de una oscura maquinación internacional de los poderosos.
La “teoría de la irritación” es una táctica de provocación, una táctica que impide la paz porque la paz es contradictoria de un estado que debe ser de lucha permanente. Los “enemigos” no descansan, por eso no puede haber paz. Y si los enemigos no existen, tengo que hacerlos salir de su quietud agitando fantasmas que los irriten.
La paz es un valor molesto para los autoritarismos porque en la paz no pueden regir las excepciones que justifiquen el poder desmesurado del autoritario. La amenaza de los “poderosos” da una razón justificada para que el “conductor” asuma todo el poder en defensa del “pueblo”, entonces, todo método que mantenga encendida esa llama de enfrentamiento es bienvenida.
Por supuesto que, en ese contexto, no llamó la atención que el final de la intervención presidencial estuviera dirigido a la Corte Suprema y a su presidente, Ricardo Lorenzetti, que acaba de reivindicar la función judicial de LIMITAR el poder del gobierno. Nadie que cuelgue un cuadro de Chávez entiende el concepto de un gobierno limitado por el accionar imparcial de la Justicia. La Presidente encarna un gobierno aluvional que desconoce las limitaciones que implican los derechos civiles y las garantías individuales. Por eso jamás reconocerá la función y la tarea del poder que, precisamente, debe transformar esos límites en hechos concretos que defiendan al ciudadano del único “poderoso” que existe en esta película: el Estado; ese mismo Estado del cual la Sra de Kirchner se adueñó.