Por: Claudia Peiró
En el fárrago de noticias de los últimos días -inundaciones, tragedia, debate por su uso político y por el número de víctimas, irrupción de una caprichosa reforma judicial en la agenda pública, nueva ola de “controles” de precios, etcétera-, pasó inadvertido un interesante anuncio del ministro de Justicia y Derechos Humanos, Julio Alak.
“La Argentina es el país que más armas de fuego ha destruido en el mundo”, dijo el funcionario, el 9 de abril pasado, al anunciar el “éxito” del Plan Nacional de Desarme Civil, por el que cualquier persona puede entregar voluntariamente su arma al Registro Nacional de Armas (Renar) para su destrucción, y recibir a cambio entre 400 y 600 pesos.
Desde 2007 hasta el año pasado, 143.000 armas y un millón de municiones fueron destruidas en el marco de este plan, según informó el ministro.
“El arma en el hogar es un peligro”, sentenció Alak en la conferencia de prensa. “En el 90% de los casos, cuando hay un enfrentamiento armado entre delincuentes y civiles, fallece el civil”.
Lo vemos todos los días en las noticias. En este país, se roba y se mata.
“En Argentina, dos tercios de los homicidios anuales por uso de armas pertenecen a conflictos interpersonales, como marido-mujer, vecinos, hijos, o entre personas conocidas, como compañeros de trabajo. No se produce en ocasión de robo o violaciones, por lo tanto si en el hogar no hubiera armas dos tercios de los homicidios los argentinos no los lamentaríamos”, dijo también el ministro, haciendo una rara matemática.
Pasemos por alto la escasa confiabilidad que merecen las estadísticas en materia de delito e inseguridad de una administración que las viene escamoteando desde hace años; la conclusión oficial sería que la responsabilidad por las muertes violentas en la Argentina recae sobre gente común que diariamente desenfunda su arma para matar a un pariente, un amigo, un vecino o un conocido.
“Nosotros decimos ‘si tenés un arma, tenés un problema’”, agregó el ministro. Debió aclarar: “un arma legal”, porque, según funcionarios de esta misma administración, el que tiene un arma ilegal, es decir, el delincuente, no tiene problema alguno.
En efecto, exactamente un mes antes de la conferencia de prensa de Alak, el 10 de marzo pasado, el ministro de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Ricardo Casal, dijo: “Es imposible construir una sociedad en paz con gente que anda armada por la calle. (Aquí) cualquiera tiene un arma y no pasa nada”. Y, para que se entienda bien, aclaró: “No pasa nada porque en 5 días se detuvo a 95 personas con armas y 86 fueron liberadas”. “Estamos peleando fuertemente por la aplicación de la ley de restricción de las excarcelaciones de todos los que tienen armas ilegales”, agregó.
Es nefasto que los civiles se armen, en eso no se puede menos que estar de acuerdo con Julio Alak. Pero el tema que soslaya el ministro es por qué lo hacen: ¿no será porque las autoridades fallan en proteger la vida y la propiedad de las personas? ¿Hay acaso un área en la cual el Estado esté más ausente que en la de la seguridad pública?
¿No es la proliferación de armas en manos de los delincuentes lo que habría que combatir -por ejemplo, endureciendo las penas para quien porte armas ilegalmente y cometa delitos con ellas, y sobre todo evitando las excarcelaciones en estos casos- en vez de empezar por la consecuencia, es decir, por las personas de bien que se arman en su desesperación ante la impunidad del delito?
En lugar de avanzar con reformas judiciales traídas de los pelos, que no resuelven ninguna de las situaciones críticas que vive el país en materia de seguridad y justicia –cuando no las agravan-, ¿no habría que reformar leyes y, sobre todo, códigos de procedimiento que sí inciden en el delito? Si las personas que son detenidas en ocasión de robo, con armas en su posesión, pueden ser inmediatamente excarceladas, como se desprende de los dichos del ministro Casal, porque un abogado apela a la chicana de decir que “tenía” un arma pero no la “portaba”, significa que algo anda muy mal.
Y si hay una cosa que ha vuelto particularmente grave la ola delictiva que castiga a la Argentina desde hace varios años -y que, contrariamente a las teorías que defiende el Gobierno, no ha disminuido a la par del crecimiento económico- es precisamente la proliferación descontrolada de armas de fuego en nuestro país.
Pero ¿dónde buscan esas armas las autoridades para destruirlas? ¿Bajo el colchón del vecino o en el aguantadero del ladrón?
Un Gobierno que muestra tanta decisión para “ir por todo”, ¿no debería prohibir por completo la portación de armas por civiles y lanzar un gigantesco operativo policial para incautarse de todas las armas en poder de las bandas que aterrorizan a la población?
El ministro Alak dijo que las personas más preparadas para operar un arma son los miembros de las fuerzas de seguridad. “Lo ideal (sic) sería que las armas las tengan las fuerzas de seguridad, ese sería nuestro objetivo máximo”.
En realidad, el monopolio de la fuerza pública es el requisito mínimo para que un Estado se considere tal, es su razón de ser. A lo largo de la historia, los hombres fueron generando una organización estatal para dejar de matarse entre sí. Cuando esta organización falla, la Nación entra en crisis: sobreviene, en algunos casos, la dictadura o la guerra civil; en otros, el caos y la anomia.
“El prototipo de persona que devuelve un arma es la mujer que ha enviudado”, dijo Alak, al presentar los resultados del Plan de desarme. Un incauto podría creer que estaba aludiendo a la viuda de un delincuente que decidió hacerse unos pesos con la chatarra.
No, estaba hablando de cualquier doña Rosa: “El marido tenía el arma en el hogar, ella no sabe qué hacer y la entrega al Renar”, aclaró el ministro.
No cabe menos que suspirar de alivio por no tener que enfrentar ya más el peligro de las viudas armadas.