Por: Claudia Peiró
El presidente francés, François Hollande, ha sido tema de la prensa del corazón por la revelación de su affaire con una actriz, Julie Gayet, y su subsecuente separación de la que hasta ese momento era su novia y Primera Dama, Valérie Trierweiler.
Pero, además del desagrado que causa a los franceses que la prensa hable de cuestiones privadas en un país que tradicionalmente consideró -como corresponde- mucho más graves en sus funcionarios los escándalos de dinero que los de polleras, hay otra traición que está cometiendo Hollande y que dice bastante más sobre su personalidad que estas supuestas correrías. Y vale la pena mencionarla porque permite muchas analogías con la política local. Y más allá.
Hollande es un presidente sobrevenido. Nadie lo imaginaba en ese puesto hasta muy pocos meses antes de la elección. Su ascenso a la pole position se debió muchísimo más a una combinación de circunstancia y oportunidad que a sus propios méritos.
No es que fuese un outsider en política; pero era un hombre de partido, de bajo perfil y de personalidad tan chata como a primera vista parece.
La contingencia que lo sacó de las sombras fue la caída en desgracia del ex director del FMI Dominique Strauss-Kahn, número puesto para la candidatura socialista y por lo tanto quien más chances tenía de ocupar la presidencia de Francia hasta el día que estalló el escándalo en el hotel Sofitel de Nueva York; un caso detrás del cual se adivinó la mano negra del entonces jefe de Estado, Nicolás Sarkozy, que habría querido librarse de su rival más peligroso. La cosa no resultó, porque ya los franceses estaban cansados de él y no querían darle otro mandato; estaban dispuestos a votar a cualquiera que se le pusiese enfrente. Así llegó Hollande a la presidencia. Y se nota, porque su gestión es tan mediocre que “Sarko” ya sueña con volver y parece que tiene chances de hacerlo… pero ésa es otra historia.
Un libro de reciente publicación en Francia, escrito por Céline Amar y cruelmente titulado Hasta aquí todo va mal (Jusqu’ici tout va mal, Ed. Grasset, enero 2014), revela que, pese a los escasos méritos que ha mostrado hasta ahora Hollande para la gestión de Estado, el tipo se la cree.
Hubo un hombre clave en su carrera; el nombre quizá no les diga mucho a los argentinos, pero su protagonismo en la consolidación de la Unión Europea fue muy grande, al punto de que los franceses lo hubieran votado como presidente, pero él, caso raro en política, declinó la candidatura socialista. Algo llamativo en tiempos en que abundan los políticos que se postulan para funciones que les quedan grandes. Y si no, repasemos el panorama nacional…
El nombre de esta rara avis es Jacques Delors, 88 años. Ministro de Economía de Francia entre 1981 y 1984 y presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1994. Siendo favorito para la presidencial francesa de 1995, renunció a presentarse. Retirado de la vida política, sigue interviniendo regularmente en el debate público, Y, sobre todo, goza de la estima y el respeto de los franceses. A este hombre, Hollande decía deberle la carrera. Eso, hasta que llegó a la presidencia y se le subieron los humos a la cabeza.
En efecto, Delors apadrinó a Hollande desde su think tank, llamado Club Témoin, que funcionó entre 1993 y 1997. Gracias al respaldo de las personalidades allí agrupadas, Hollande llegó a la jefatura del Partido Socialista que ejerció de 1997 a 2008 y volvió a ocupar una banca en la Asamblea nacional de 1997 a 2012 (la había perdido en 1993).
En enero de 2013, el Bundestag (parlamento alemán) abrió sus puertas para celebrar con toda solemnidad el 50º aniversario del Tratado franco-alemán de amistad firmado por Konrad Adenauer y el general Charles De Gaulle, que puso fin a siglos de discordia y abrió el camino a la unidad de Europa. Cécile Amar revela en su libro que las autoridades alemanas deseaban la presencia de Jacques Delors en el acto, pero “las mezquindades del Eliseo [ejecutivo francés] decidieron otra cosa”.
Ausente, Delors fue de todos modos homenajeado, pero por la jefa de gobierno alemán, Angela Merkel: “Quiero evocar a Jacques Delors, quien, con perspicacia había señalado, antes de la introducción del euro, que una cooperación política más estrecha, especialmente en materia de política económica, era de la mayor importancia”.
No sin cinismo, interrogado por esta ausencia, Hollande respondió, aludiendo a la edad de Delors: “Yo creía que le costaba desplazarse”.
Pero este no fue el primer destrato hacia su padrino político. En mayo de 2012, a días de asumir como presidente, los periodistas le preguntaron: “¿Invitará usted a Delors (al acto de asunción)?”. “Por supuesto que lo voy a invitar”, respondió. Mentira, no lo hizo.
En marzo de 2013, Hollande hizo referencia en un discurso al proyecto de “nueva sociedad”, uno de cuyos inspiradores fue Jacques Delors, pero sin citarlo…
Y el estudio comparado entre las ideas de gobierno formuladas por Delors en 1995 (reproducidas en sus Memorias en 2004) y los anuncios hechos por Hollande a fines de 2013, en un intento por sacar a su Gobierno del pantano, arroja sorprendentes resultados: el actual Presidente se entregó de lleno al copy-paste, otra vez, sin citar al autor.
Cécile Amar dice en su libro: “François Hollande borra a Jacques Delors de su vida y poco a poco de la política. En varias ocasiones, preparando un discurso europeo, sus ghost writers vinieron a ver al Presidente: ‘Aquí habría que citar a Jacques Delors’. ‘Sí, habría, pero no’, les respondía secamente el jefe de Estado. Como Presidente, considera que no le debe nada. ¿Por qué? Es su carácter. François Hollande quiere creer que se hizo solo, detesta que se lo juzgue, no quiere compararse y rara vez actúa gratuitamente. (En los 90) creyó que sería ministro gracias a Jacques Delors, pero el presidente de la Comisión Europea no se presentó. Él se sintió decepcionado. Delors no le sirve para nada desde que dejó la política”.
En nuestro país, abundan los ejemplos de este tipo de ingratitud. Es más, no falta quienes creen que es un mérito político o al menos un paso necesario para afirmar la autoridad. Pero lo cierto es que sólo los mediocres eluden manifestar gratitud porque creen que los debilita, cuando es de grandes el ser agradecido. Acomplejados por su falta de brillo y capacidad y/o conscientes de lo fortuito de su ascenso, empiezan negando toda deuda moral o política y se inventan una historia distinta, un relato, y terminan creyéndoselo ellos mismos.
Cuando Jorge Bergoglio fue elegido Papa, uno de los tópicos de la prensa mundial fue lo difícil que sería la coexistencia de dos pontífices. Francisco, con su constante expresión de agradecimiento y afecto hacia Benedicto XVI, demostró lo contrario. Quien es grande, puede ser humilde. Y, sobre todo, no pierde tiempo en mezquindades de cartel.