Por: Claudia Peiró
Cada vez que las Abuelas de Plaza de Mayo recuperan a uno de los niños robados durante la represión ilegal, la alegría es generalizada, así como la admiración por la lucha que arrojó este resultado.
Sin embargo, en ciertas ocasiones, es inevitable sentir que, más allá del trabajo, en el hallazgo interviene un elemento de azar, de casualidad, de tiempo, sin el cual tal vez el reencuentro no hubiese sido posible.
En el año 2007, un joven se presentó al Banco Nacional de Datos Genéticos, sospechando que podía ser un niño apropiado. El resultado fue negativo. Su ADN no coincidía con el de ninguna de las familias que buscaba un nieto.
Pero, dos años después, en 2009, lo llamaron desde el mismo Banco y le comunicaron que era hijo de Marcela Molfino y Guillermo Amarilla, desaparecidos en octubre de 1979.
¿Cómo se explica esto? Sencillamente porque ni la familia Molfino ni la familia Amarilla sabían que Marcela y Guillermo esperaban a su 4º hijo en el momento en que fueron secuestrados. Nadie buscaba a ese niño robado, cuyo nombre hoy es Martín Amarilla Molfino, el nieto recuperado número 98.
En algún momento entre el 2007 y el 2009, una mujer que había estado secuestrada en Campo de Mayo contó que Marcela Molfino estaba embarazada. Tal vez la mujer no lo contó antes por miedo. O quizá creía que las familias conocían este dato. Lo cierto es que pasaron 30 años sin que nadie supiese de la existencia de Martín.
El caso de Ignacio Hurban –Guido Montoya Carlotto-, el nieto de la titular de Abuelas, es en apariencia distinto, pero hay un elemento común.
Según lo que se sabe hasta ahora, fue la muerte del presunto apropiador, Carlos Francisco “Pancho” Aguilar, dueño del campo de Olavarría donde los padres de crianza de Ignacio-Guido trabajaban –y viven aún- como cuidadores, lo que precipitó el feliz desenlace.
El presunto apropiador murió hace dos meses. Y hace dos meses también alguien del entorno –familiar o amigo, no se sabe- le reveló a la esposa de Ignacio el secreto tan bien guardado durante 37 años: su condición de niño adoptado. Como mínimo, irregularmente adoptado.
Aguilar habría sido quien entregó a “Guido” al matrimonio Hurban, que lo crió. Una versión dice que Carlos Francisco Aguilar había pedido que el secreto fuese guardado hasta su muerte. Es fácil entender el porqué. Semejante revelación podía costarle la cárcel de por vida.
En este caso, como en el de Martín Amarilla Molfino, hubo un elemento de azar. Aunque el del nieto de Carlotto fue uno de los casos con mayor visibilidad, lo que llama la atención es justamente que su recuperación pendió de un hilo. Ignacio Hurban dice no haber sospechado nada hasta el día en que se lo comunicaron. Si no se lo hubiesen dicho… Si Aguilar no hubiese muerto…
Una larga búsqueda que amerita más resultados
La cifra de 114 nietos recuperados parece enorme. Pero en la página web de Abuelas de Plaza de Mayo puede verse una lista documentada de algo más de 200 casos sin resolver aún. Y, si como calculan los organismos de Derechos Humanos, el total asciende a 500, 114 no parece tanto, en especial porque pasaron 30 años desde el fin de la dictadura, por la amplitud de la búsqueda y por la gran difusión mediática que ha tenido la causa de Abuelas.
Si todo eso no movió a los Hurban a averiguar la verdad sobre el origen de Ignacio, ni despertó sospechas en el propio Guido, podemos suponer que, de no mediar la muerte de Aguilar, la verdad no habría salido a la luz.
En el caso de Amarilla Molfino, ni las sospechas del joven bastaron. Seguramente, en algún lado, algún represor, algún cómplice, sabía de la entrega a una familia de zona Oeste de un niño nacido en Campo de Mayo. Pero calló.
Los represores, que posiblemente guardan consigo el secreto del paradero de estos niños, se están muriendo. El grueso de ellos supera los 70 u 80 años. También tiene esa edad la mayoría de las abuelas y aumenta entonces la desgraciada posibilidad de que nunca se reencuentren con sus nietos.
Por eso sorprende el escaso eco que tuvo en su momento la propuesta de un ex detenido desaparecido, Claudio Tamburrini, uno de los fugados de Mansión Seré, quien en el año 2006 propuso priorizar el conocimiento de la verdad por sobre el castigo a los culpables ofreciendo, por ejemplo, la reducción de la pena, a quienes brindasen datos valiosos para localizar a los niños apropiados o sobre la suerte de los desaparecidos.
“La política de persecución penal por violaciones de los derechos humanos –escribía Tamburrini- debe ser puesta al servicio del esclarecimiento de los hechos. Muchas familias viven aún en la incertidumbre de no saber el destino final de sus familiares desaparecidos. Esa es una deuda pendiente de la democracia argentina”.
Proponía entonces “un modelo de negociación penal que ofrezca a los imputados reducciones de penas a cambio de confesar todo lo hecho por ellos y por sus cómplices”, lo que “no excluye la aplicación de penas”.
“Quien es amenazado con una pena severa tiende naturalmente a callar” –advertía, con sensatez.
Quebrar el pacto de silencio
Su propuesta fue rechazada de plano, incluso por algunos nietos recuperados de mucho protagonismo. Sin mayor debate. Sólo en nombre de un maximalismo y una intransigencia que le dan razón a Tamburrini, cuando, al formular su propuesta, advertía: “La ausencia de una discusión amplia sobre los fines de las medidas penales contra militares acusados de violar los derechos humanos” podría hacer que “una reivindicación en principio justa y necesaria” llegase a ser concebida, “en particular por las nuevas generaciones, como una simple política revanchista sin razón ni fundamento, defendida solamente por quienes ya integran el círculo de iniciados”.
En el caso de Guido Carlotto, fue el elemento tiempo el que llevó a la verdad. La muerte del implicado liberó a “alguien” de la carga del secreto. Es muy posible que los represores que ya están presos por otros delitos tengan datos sobre el paradero de niños apropiados. ¿Por qué los darían? Nada los incentiva a hacerlo.
Estela de Carlotto admitió además que uno de los elementos que impide a ciertos jóvenes que tienen dudas de su filiación acercarse a Abuelas es el temor a comprometer a la familia que los crió. Los padres de crianza de Ignacio trabajaban para Aguilar. Tanto Estela de Carlotto como su flamante nieto dijeron a la prensa que la pareja no sabía nada. Pero como mínimo sabía que el niño no era un hijo de su sangre. Y sin embargo no se lo dijeron, ni trataron de averiguar si era un bebé robado.
Es evidente que Ignacio –a diferencia de otros casos, como Cabandié o Donda- no tiene un mal vínculo con su familia de crianza y seguramente no desea que padezcan castigo alguno. Pero no sería justo que haya clemencia en un caso e inflexibilidad en otros.
El tiempo pasa, y aumenta el riesgo de que las abuelas y abuelos que buscan a sus nietos no lleguen a darles un abrazo. Algunos ya fallecieron sin ver ese sueño cumplido.
Hasta ahora, poco se ha hecho en el país para quebrar el pacto de silencio, pese a que todavía hay muchos argentinos sin tumba y muchos niños apropiados que no han recuperado su identidad, como para minimizar la importancia de los datos no revelados.
La lucha no sólo debe ser constante; también inteligente.
Alguna alternativa habrá que buscar, antes de que sea tarde.