Relato clandestino en Nueva York

Claudia Peiró

“Las organizaciones no valen tanto por su número, como por la calidad de sus dirigentes”, decía Juan Perón.

Es la frase que viene a la mente, ante el bochorno de los jefes de La Cámpora escondiéndose para dar una charla en Nueva York luego de haber reunido a 50.000 personas para el bautismo de Máximo Kirchner como orador en el acto de La Cámpora en Argentinos Juniors.

La agrupación juvenil oficialista hizo una demostración de fuerza –con auxilio del aparato, desde ya, pero fuerza al fin- y se enfervorizó en el sentimiento de tener un líder.

Pero estos jóvenes harían bien en reflexionar sobre lo que, en febrero de 1974, el presidente Juan Perón le decía a la tendencia de la que se consideran herederos: “Hay que acordarse de que las organizaciones no valen tanto por el número de sus adherentes como por la calidad de sus dirigentes (…). Más vale un buen hombre al frente de cinco que uno malo al frente de cinco mil”.

Cincuenta mil personas es una cifra considerable, que debería interpelar a quienes aspiran a liderar ese colectivo e impulsarlos a un comportamiento ejemplar. Porque los militantes no aprenden sólo de lo que el líder les dice sino fundamentalmente de lo que el líder es.

El desempeño público de algunos de los cuadros dirigentes de La Cámpora está plagado de los vicios de la “vieja” política: soberbia, sectarismo, aparatismo, venalidad, nepotismo, usufructo de los bienes públicos… Un origen cupular y un crecimiento al amparo del favor oficial explican en parte estas conductas.

El modo en que avanzan sobre las estructuras estatales no se corresponde sin embargo con la solidez del discurso o con las consignas que proclaman, si tienen que esconderse del público y ponerse a resguardo de toda pregunta para exponer sus “verdades”.

El speech de Máximo Kirchner fue bastante bien pronunciado, considerando la falta de experiencia del personaje. Pero la forma no hace al fondo, así como el número no hace a la trascendencia.

La única novedad del discurso fue su orador. No hubo ideas ni contenido político, en cambio no faltó ninguno de los dardos habituales en las intervenciones de la madre, aunque lanzados con menos energía, porque en elocuencia Máximo salió más bien al padre.

El rencor y la descalificación fueron los hilos conductores, expresados en una retahíla de pases de factura y de supuestos complots contra Néstor y Cristina.

Tampoco faltaron las usuales contradicciones del relato kirchnerista. Si “no hay apellidos providenciales”, ¿por qué razón el oficialismo se fuerza a ver en él a un candidato? Máximo elogió a su padre porque con sólo “1% en las encuestas”, mostró una gran fuerza de voluntad. Pero arruinó su propio argumento cuando, inmediatamente después, descalificó a los opositores porque “no mueven el amperímetro”.

“No hay apellidos, hay proyectos colectivos”, afirmó, en el preciso momento en que el descarnado personalismo de la década ganada ha entrado en una de sus fases más agudas; aquella en la cual la cabeza del Ejecutivo ya no consulta ni escucha prácticamente a nadie que no le traiga “buenas noticias”.

Cincuenta mil personas es un número importante. Más allá de que sea en parte resultado del uso discrecional de los recursos del Estado, no son muchas las agrupaciones que pueden reunir ese número. Lo lamentable es que esa gente sea movilizada en torno a un vacío de ideas tan patente o, peor aún, para la defensa de anti-valores, como la apología del uso de las pecheras con las que La Cámpora quiso poner bajo su sello la ayuda donada a los inundados de La Plata.

Los Montoneros y sus agrupaciones, que los camporistas de hoy reivindican, eran la corriente que más capacidad de movilización juvenil tenía en los ’70. Eso no garantizó en modo alguno la corrección del rumbo de su política. Los gravísimos yerros de su conducción llevaron al exterminio inútil -y, peor aún, evitable- de miles y miles de cuadros. La entrega, el coraje y el desprendimiento personal de tantos jóvenes fueron puestos al servicio de un proyecto sectario y elitista, que sustituyó la lucha política por la violencia, contribuyendo así a pavimentar el camino hacia el quiebre constitucional y el derrocamiento del gobierno democrático.

Hoy, La Cámpora convoca a una nueva generación en torno a un relato falseado de lo que fue esa experiencia; por eso, aunque no hablen las armas, repiten aquellos vicios políticos.

Pero tal vez lo que no aprendieron del pasado y de Perón, lo puedan aprender ahora del Papa. Empezando por la humildad. Ensoberbecidos con un poder que no han conquistado con la lucha, podrían escuchar la sencilla frase del argentino que hoy es el líder con mayor autoridad moral en el mundo: “No hay que creérsela”.

De momento, sin embargo, los muchachos camporistas visitan al Papa más por oportunismo que por convicción. Y por mucho que vayan a Roma, si lo siguen haciendo movidos por la adhesión estética y no por un compromiso real, pasará con ellos lo mismo que con la mula del Mariscal de Sajonia, que aunque lo había acompañado en más de diez campañas, no aprendió nada de estrategia militar.

El pontificado de Francisco transcurre a la vista del mundo. Sus actos, su mensaje y sus gestos son transmitidos al mundo con la misma naturalidad con la cual él los produce. El Papa es un hombre al que, como dice el Evangelio, la verdad ha hecho libre.

Los muchachos camporistas, en cambio, están prisioneros de sus prebendas y del doble discurso al que los lleva el “relato”. Por eso, para exponer su versión de la situación del país, eligen un público amigo –una universidad neoyorkina que, entre otras cosas, otorga una beca Néstor Kirchner- y lo hacen a puertas cerradas, sin testigos molestos.

Es la diferencia entre la Verdad y el relato.