Por: Claudia Peiró
Seguramente Boca, sus jugadores, simpatizantes y autoridades, sentirán que no merecen esta sanción; o, mejor dicho, pensarán en la mala suerte que han tenido, ¿acaso los de River no pegaron tantas patadas en tal o tal partido? ¿Acaso no hay barrabravas en prácticamente todos los grandes clubes?
En cuanto a los demás equipos, no deberían regodearse en la sanción a Boca, porque todos son responsables de la degradación del espíritu deportivo.
Merecida o no, suficiente o insuficiente: lo importante es que se vea este episodio como un límite.
Las cosas que pasan en el fútbol no deben sorprender. Porque lo que no se frena a tiempo, escala en gravedad. Si en vez de resolver la violencia en el fútbol, se suprime la tribuna visitante o se suspenden los partidos, el problema sigue intacto y busca cauce por otro lado.
Del mismo modo que en los otros ámbitos de la sociedad la tolerancia ante las infracciones a la ley y a las normas enrarece el clima social y engendra transgresiones cada vez mayores, también en el fútbol la impunidad agrava las cosas. Porque lo del otro día fue grave. Tanto lo que pasó en la manga como la actitud posterior de los organizadores, más concentrados en sus negocios que en el interés general. Igual que los políticos.
La sanción contra Boca es dura en lo deportivo pero no lo es administrativamente y eso es lamentable porque lo sucedido podría haber tenido un costado positivo: el de marcar un punto de inflexión y hacer comprender a todos los actores que las cosas así no pueden seguir.
La violencia de arriba engendra la violencia de abajo; por eso la responsabilidad principal es de los dirigentes. Dentro y fuera del fútbol.
Como dijo con sencillez Leonardo Poncio, uno de los jugadores de River más afectados por la agresión con gas: “Esto que pasó es reflejo de lo que pasa en la sociedad”.
La desidia de las autoridades políticas ante la proliferación, no sólo del delito duro, sino de una infinidad de infracciones a la ley, ha engendrado conductas que no reconocen ningún límite.
La degradación institucional practicada desde las más altas esferas del Estado, con la consecuente desautorización de las fuerzas del orden –a las que por otra parte no se sabe quién conduce-, ha creado el clima propicio para esta explosión. Lo sucedido en el superclásico es un epifenómeno de la ausencia de autoridad y de reglas.
En julio de 2012, Cristina Kirchner había dicho: “En la cancha colgados del para-avalancha y con la bandera, nunca mirando el partido, porque no miran el partido, arengan, arengan y arengan, la verdad, mi respeto para todos ellos”.
Si la Presidente de la Nación se permitió hacerles el aguante a los barras con este párrafo de antología, ¿qué se les puede pedir a los muchachos del tablón?
La conducta de los jugadores de Boca en la cancha después del ataque contra sus rivales en el campo de juego es reflejo de la conducta de políticos capaces de estigmatizar y “patotear” a quienes a sus ojos encarnan obstáculos en sus intenciones, se trate de un rival en las elecciones, un ex presidente a quien se debe demasiado o un juez de la Suprema Corte de Justicia.
El espíritu faccioso, signo constitutivo de esta década, se traslada al fútbol. Y nadie gana.
Si en lugar de reaccionar sectariamente, directivos y jugadores de Boca hubiesen escoltado a los de River en la salida de la cancha, el mensaje a los que causaron los disturbios hubiera sido el de una contundente desautorización.
Hubo excepciones, desde ya. Como la del centrodelantero de Boca, Daniel Osvaldo, que fue a ver los jugadores de River lesionados y luego dijo: “Nosotros queríamos jugar, pero cuando vi a los chicos quemados me di cuenta de que no era posible”.
Al atenuar la sanción esperada contra Boca, las autoridades deportivas dejan flotando la idea de que se privilegió el aspecto comercial.
De todos modos cabe esperar que los directivos del fútbol y las autoridades responsables del orden público aprovechen la oportunidad generada por esta crisis para buscar en común la forma de que éste vuelva a ser un juego, un deporte y un espectáculo.
Así como sería deseable que también los políticos entiendan que no deben esperar que la realidad les imponga un duro castigo para decidirse a consensuar nuevas pautas de convivencia.