Que las cosas no están bien en el país es algo que se percibe cotidianamente. Se podría decir que la vida de los argentinos no está al tope del ranking de la felicidad. Ciertamente hay males presentes, generados por la actual administración kirchnerista, y males que vienen de larga data. Entre los primeros, la inflación, la escandalosa importación de gas y combustible, el aislamiento respecto del mundo, el fracaso del Mercosur, la fractura social, la sobrecarga impositiva, la inseguridad, la violencia cotidiana, etc, etc, etc.
Los de larga data se remontan a un pasado no tan lejano. En el caso educativo se visibiliza a partir de la década del 80’ y, desde este tiempo hasta ahora, la situación ha empeorado. Ciertamente la escolaridad ha crecido cuantitativamente, y eso es muy bueno. Pero tiene un flanco débil, la masividad conlleva la pérdida de la calidad educativa, a la que hasta ahora no se le ha encontrado remedio.
Pero lo más gravoso es que se observa un retroceso de la jerarquía que la escuela y los docentes portaban, hasta no hace tantos años.
La pérdida de autoridad de las instituciones escolares es resultado, entre otras cosas, de la pérdida de autoridad del docente. Tan grave es esta situación que nadie, en una institución escolar ni en las líneas educativas de conducción ministerial, se atreve a tomar decisiones que impliquen medidas correctivas que pongan en juego la continuidad escolar de alumnos, francamente revoltosos o con graves problemas de socialización.
Los alumnos deben permanecer en las escuelas “sea como sea”; ¡ése es el mandato!
Observar las imágenes filmadas por un grupo de inadaptados, castigando sin ton ni son a un compañero con retraso madurativo, esto es, un minusválido, hiela la sangre, y lo peor quizás no sea eso. Lo dramático, lo incomprensible, es que los adultos responsables de la educación no hayan tomado medidas drásticas contra estas conductas antisociales. La parálisis de autoridad es claramente verificable cuando el funcionario pertinente anuncia que la inconducta social de los jóvenes se tratará en talleres, reuniones, con presencia de sicólogos, sico-pedagogos, orientadores.
En fin, concluye, lo analizaremos entre todos.
Es decir, no se hará nada.
Lo que uno se pregunta es de qué se va hablar con jóvenes de 15 ó 16, años que tienen derecho al voto, y que sin embargo atropellan brutalmente a un compañero en inferioridad de condiciones. Lo hecho, hecho está. Deberán disculparse y luego marcharse.
Lo peor es que los adultos responsables de educar piensan que ese salvajismo debe ser conversable. Llegado a ese punto, los violentos deben irse de la escuela, como fue siempre. Cuando había autoridad. ¿A otra escuela? ¡Sí! O… a otro turno. Pero ¡deben irse! Deben saber que en sociedad hay conductas que traen consecuencias.
Por otro lado, los docentes y directivos ¿no perciben ese clima de agresión en las aulas antes de que lo irracional estalle? Para, de ese modo, mediar y remediar conflictos futuros.
La violencia en la escuela siempre existió. Desde Juvenilia con el bullying de porteños contra provincianos. O el bullying del quinto año de la Escuela de Concepción del Uruguay contra el Presidente Sarmiento, cuando la visitó en 1870, según lo contara años después uno de esos estudiantes, el periodista y escritor Fray Mocho, hasta el bullying que narrara don Arturo Jauretche en sus memorias, cuando salía a relucir algún cuchillito en la primaria y las maestras se asustaban. Y los miles de ejemplos en cuentos y películas. Lo que cambió no es la “novedad” de la violencia sino la novedad de que nadie hace nada. Las autoridades están borradas. ¡Eso es lo que ha cambiado!
Alguien debiera hacerse responsable, (ideología, cultura, corrientes sicológicas) de que la autoridad tenga mala prensa. De que la responsabilidad no cotice y que los deberes valgan menos que los derechos.
Estas ausencias han llevado a que la Legislatura Nacional se pronuncie frente a estos problemas de las aulas. Algo que debiera haber sido resuelto en niveles más bajos, si la autoridad no se hubiera perdido.
Frente a la inacción generalizada y al paso que vamos, la misma Legislatura debiera discutir ya, una ley que obligue a los padres a que sus hijos se bañen.