Decía Juan Bautista Alberdi: “La Revolución de Mayo fue la sustitución de la autoridad metropolitana de España por la de Buenos Aires sobre las provincias argentinas: el coloniaje porteño sustituyendo al coloniaje español”.
Y esta verdad de a puño encierra el drama de la historia nacional del siglo XIX. ¿Qué tiene que ver esta tajante definición del ilustre tucumano con los debates que se han dado estos últimos días? Como el decreto presidencial conmemorando el bicentenario del Congreso de los Pueblos Libres celebrado a fines de 1815 en Concepción del Uruguay bajo el auspicio del general Artigas, susurrado al oído de la Presidente por Pacho O’Donnell, que es una luz para emprender campañas marketineras que logran instalar en librerías sus trabajos de difusión ligera acerca de nuestro pasado.
Dos son los aspectos a los cuales voy referirme. Primero, el sentido político del congreso convocado por Artigas y segundo, el valor del Congreso de Tucumán y el supuesto miedo de sus congresales. Y todo esto a la luz del pensamiento de Alberdi.
No hay duda de que la resistencia de Artigas a Buenos Aires debe ser comprendida bajo los argumentos de Alberdi, pero no menos cierto es que debe ser asimilada al rol que el litoral jugó en la organización nacional. Veamos. Caído Carlos María de Alvear por presión de Artigas, llegó al poder nacional (por esos años todavía existía una autoridad general: el director supremo) Ignacio Álvarez Thomas. De inmediato se puso de acuerdo con las provincias mediterráneas y del Alto Perú y se convocó a un congreso a realizarse en Tucumán. Esto es, lejos de Buenos Aires y también del litoral. Más cerca del escenario de la guerra que se llevaba adelante en el norte de nuestro país. Enterado de esto y con complicidad del porteño Manuel Dorrego, Artigas convoca a su “congresito” que hoy festejan Pacho O’Donnell y el Gobierno nacional. El sentido: madrugar al interior y aislarlo del litoral, dejando en estas manos la eventual organización y declaración de la independencia. Similar a la maniobra que Juan Manuel de Rosas emprendió dieciséis años después, cuando el general Paz desde Córdoba organizó la Liga del Interior con el objeto de organizar constitucionalmente al país y el dictador porteño lo aisló al firmar con el litoral el Pacto Federal, que jamás cumplió, con el que dejó al interior alejado de los ríos y de la aduana. Exactamente lo que no hizo Justo José de Urquiza, luego de Caseros, que al triunfar sobre Buenos Aires decidió con el interior organizar el país mediante el Acuerdo de San Nicolás.
Una vez reunido el congreso, lo primero que se discutió fue quién sería el nuevo director supremo. Los hombres del interior pugnaron por Moldes, diputado por Salta al cual se opuso rabiosamente Buenos Aires, pues “no iba a obedecer a semejante enemigo”. Se acordó, entonces, con Juan Martín de Pueyrredón. Finalmente se analizó el tema de la independencia. En sesión secreta, los diputados citaron al general Manuel Belgrano para que manifestara su visión sobre el clima contrarrevolucionario que se vivía en Europa a la caída de Napoleón y el restablecimiento de Fernando VII en España. Allí, Belgrano explicó que solo se podía contar con nuestras propias fuerzas. Que las ideas republicanas puestas en valor por la Revolución francesa ahora eran perseguidas. Que el Congreso de Viena garantizaría la integridad de las monarquías y la estabilidad de los tronos. Que España estaba mal, lo que haría casi imposible que recuperara sus colonias, aunque de todos modos debíamos reforzar nuestras milicias y acabar con la anarquía y el desorden. No hubo miedo, sí interrogantes que disipó Belgrano.
Para lograr el cometido, proponía una monarquía inca con asiento en Cuzco. Las formas republicanas no tenían ya cabida en el mundo. Esta idea de Belgrano asumida por San Martín y Güemes fue rechazada de plano por Buenos Aires y tomada para la chacota por Dorrego, un porteño recalcitrante, que afirmaba: “Este es un rey de patas sucias”. El Instituto Dorrego debería repensar su nombre.
No pudimos constituirnos con monarquía y tampoco con república. Buenos Aires salía al cruce si la organización venía del interior.
Simón Bolívar afirmaba que la lucha contra España ocasionaría la desunión: “Al desprenderse la América de la monarquía española se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo”. Liberarnos de España significaba acabar con el poder unificante de la metrópoli.
¿Cómo hacer para sobreponernos? Descreía de las repúblicas como de la monarquía, pensaba en gobiernos paternales que curaran las llagas y las heridas. Le preocupaba la unidad, pero esa unidad debía estar organizada por una metrópoli: “La metrópoli sería México, que es la única que puede serlo, por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli”. Sin embargo, no lo creía factible. Pensó, entonces, en el istmo de Panamá y la reunión de un congreso. Tampoco. Bolívar no encontraba un centro. Un punto centrípeto.
Belgrano, San Martín y Güemes lo procuraron en el Cuzco y con la raza “color de chocolate”, como despreciativamente afirmaban los porteños. No pudo ser.
¿El congresito de Artigas o el Congreso de Tucumán? Una república para pocos o un imperio sudamericano. He ahí la cuestión.