Una profusión de artículos, escritos por historiadores y periodistas, apareció en los últimos tiempos para explicarnos cómo la fractura política que azuzó el kirchnerismo es un mal que proviene del fondo de nuestra historia. Que en definitiva no ha sido una creación original del Gobierno que se fue. Por el contrario, una larga lista de enfrentamientos sacudió la armonía y el equilibrio del país, afirman, en el supuesto de que esto último fuera posible. Como ejemplos citan a Mariano Moreno y Cornelio Saavedra, Juan Lavalle y Manuel Dorrego, federales y unitarios, provincianos y porteños y así hasta nuestros días. Ubicando, de esta forma, el problema en el plano político, sin profundizar en los aspectos ideológicos o filosóficos que determinan el problema. Estos análisis se deslizan por la superficie como son los hechos cotidianos de la política menuda. Dejando en manos del individuo y su voluntad la posibilidad de ser más menos inapelable.
Ciertamente hay mucho de individual en la violencia y el fanatismo. Es un componente psicológico. Escapa al territorio de la historia y la filosofía. No forma parte de este artículo. Lo que sí podemos afirmar es que ciertas personalidades se orientan más por una línea de acción política que por otra. El intolerante, intransigente e inapelable con seguridad se inclinará por aquellas doctrinas que proclamen un pensamiento absoluto, incondicionado, que se halla por encima de la realidad y aspiran alcanzarlo por el camino de la revolución. También hay climas de época que confunden al más pintado.
Lo que propongo en el presente escrito es una aproximación al tema abordando las doctrinas o las líneas ideológicas que alientan la fractura al promover el progreso mediante la revolución que parte de una idea. Idea construida como una elaboración intelectual por fuera del desenvolvimiento histórico y llevada a la realidad por la fuerza y la voluntad. El iluminismo es la expresión ideológica de esta tendencia. Un gran filósofo argentino afirmaba: “La razón se impone a la historia. El progreso no está en la historia misma, es obra de la razón que formula los valores y los impone a golpe de reformismo radical. La teoría iluminista del progreso implica el espíritu de utopía revolucionaria” (Coriolano Alberini. Problemas de la historia de las ideas filosóficas de la Argentina).
De modo entonces que la idea impuesta a golpes de revolución lleva implícito que quien no comulgue con estos valores es un contrarrevolucionario. Por lo tanto, un enemigo del bienestar humano. Al que hay que anular. La idea de revolución es un absoluto. El siglo XIX en la Argentina estuvo signado por este pensamiento. A manera de ejemplo y sin afán de hacer una crítica, el general José de San Martín le escribía a su ex secretario, Tomás Guido, que luego de diecinueve años de desinteligencias en busca de la libertad sólo queda para que el país pueda existir “la necesidad absoluta que uno de los dos partidos desaparezca”. Está plagada nuestra historia de ideas similares. La izquierda, el revisionismo nacionalista y el iluminismo liberal hicieron de esta idea desafortunada del Libertador el leitmotiv de su existencia. Lo que viene a demostrar que los tres cuerpos de doctrina —liberalismo iluminista, marxismo y nacionalismo— guardan en sus pliegues un componente racionalista resuelto a ser impuesto por la fuerza y la voluntad al conjunto de la sociedad.
Sin embargo, una línea del liberalismo surgida como reacción al iluminismo, el romanticismo, construyó en el territorio de la interpretación histórica y la acción política una mirada más amigable del devenir: el historicismo. En nuestro país, el más claro pensador de esta corriente fue Juan Bautista Alberdi. El intelectual argentino más brillante del siglo XIX no cree en la revolución ni en el extermino del adversario. Cree en la evolución y el acuerdo. Decía Alberini del pensamiento de Alberdi: “El progreso no se impone a la historia: se halla ínsito en ella. La creación no constituye un acto excepcional sino continuo. Es inmanente, no trascendente”.
Por lo tanto, el progreso no se impone a fuerza de revoluciones. Esta mirada de Alberdi hizo que el tucumano acompañara a Urquiza cuando promovió el Acuerdo de San Nicolás con los antiguos gobernadores de la época rosista, cuando se opuso a la pena de muerte decretada sobre Juan Manuel de Rosas por los liberales iluministas porteños y cuando escribió: “El libro Facundo es peligroso para los tutores argentinos. Es el manual del caudillo y del caudillaje, en que el autor (Sarmiento, liberal iluminista) consagra la teoría del crimen político y social como medio de gobierno”.
Como ve el lector, en nombre del progreso a fuerza de revoluciones se han producido los más grandes crímenes de la historia. Nuestro país es un claro ejemplo de esta enfermedad ideológica. Hace no más de cuarenta años se asesinaba en nombre de una revolución que nos traería la igualdad, el bienestar y el paraíso perdido. ¡Así nos fue!
El kirchnerismo, al posicionarse en la fractura, no hace otra cosa que dar continuidad a una línea histórica que sin embargo tuvo su contracara en pensadores como Alberdi que afirmaba: “Promover el progreso, sin precipitarlo, evitar los saltos y las soluciones violentas en el camino gradual de los adelantamientos, abstenerse de hacer cuando no se sabe hacer, o no se puede hacer, proteger las garantías públicas, sin descuidar las individualidades…cambiar, mudar, corregir conservando”.