Una ley para no asumir la responsabilidad del Estado

Damián Melcer

En las primeras semanas de septiembre la Cámara de Diputados convirtió en ley un proyecto impulsado por el Frente para la Victoria (oficialismo) cuyo título es “promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad social en las instituciones educativas”.

La medida, que contó con el voto favorable de los bloques opositores, bien analizada, despierta ciertas preocupaciones. En primer lugar, cabe la pregunta sobre qué paso con la implementación, desde 2005, del “Observatorio Argentino de Violencia en las Escuelas” impulsado desde el Ministerio de Educación Nacional, que contiene producciones teóricas, investigaciones y entre sus objetivos se propone brindar herramientas a los docentes para que intervengan en situaciones de conflicto en el ámbito escolar. La nueva ley no hace mención a los esfuerzos ya realizados y, claro está, mucho menos a que esos esfuerzos y gastos no han evitado la situación actual.

Dos aspectos son fundamentales a la hora de pensar lo que desconsidera esta ley. En primer lugar la degradación del docente como profesional mediante un salario insuficiente si tomamos el costo de vida real, una actividad laboral que se encuentra bajo estrictos controles y evaluaciones en un marco de inestabilidad (miles de docentes no son titulares y otros tantos se encuentran bajo la modalidad de contratados). A esta situación estructural se suma la degradación del saber docente a través de la quita de contenidos curriculares que cuenta con la aprobación del Consejo Federal de Educación. La reforma que se pretende implementar en Capital Federal implica quitar alrededor de 140 orientaciones pedagógicas y formativas, en otras palabras: docentes perderán sus materias y los alumnos ven recortadas sus posibilidades de elección. La nueva escuela secundaria, según los lineamientos del Consejo Federal, pretende que el docente enseñe a “aprender a aprender” y que los jóvenes puedan “vivir juntos”. Se elimina el desarrollo del conocimiento de una disciplina por un “aprendizaje” diluido en el tiempo que instala una educación básica y postítulos, para especializarse, actualmente pagos. También se pretende que se enseñe a vivir juntos, algo que no requiere de un saber específico.

La nueva ley coloca a la escuela como institución de contención social con función de coerción personalista (el rector es la única instancia de decisión) sobre los estudiantes. Se enmarca, así, en una tendencia mundial que orienta a las instituciones educativas a gestionar la crisis del régimen social a la que se le exige fomentar la cohesión social, según la Organización de Estados Iberoamericanos, en un marco de rebeliones populares.

La diputada, que impulsó la ley, Mara Brawer, dijo que “los conflictos no son únicamente de un alumno ni responsabilidad de un solo docente, sino de todos los miembros que integran esa comunidad educativa”. Se responsabiliza entonces a la “comunidad educativa” (alumnos, docentes, padres), lo que saca a luz el segundo aspecto fundamental: que la ley desconsidera al régimen político y económico que provocó que casi un millón de jóvenes entre 15 y 24 años ni trabajen, ni estudien (los famosos “ni-ni”). Promoviendo la degradación del saber, de la profesión docente y de las relaciones entre los jóvenes y los adultos.

La legislación instala la práctica de la delación al ofrecer un 0800 que habilita las llamadas de anónimos para informar de situaciones que no se atreverían a hacer en las instituciones. Siempre sirve, como ejemplo, la realidad educativa. En las últimas semanas más de una docena de colegios secundarios fueron ocupados por sus estudiantes en rechazo a las reformas que se pretenden implementar. Podría pensarse que, el día de mañana, algún llamado anónimo a la línea ofrecida denuncie la existencia de situaciones de bullying nombrando como supuestos responsables del hostigamiento a los jóvenes que participaron activamente en las tomas. En este sentido, la ley es habilitante de una situación persecutoria y de sospecha constante al interior del ámbito educativo. Se instala así lo más miserable de las prácticas humanas al ámbito escolar. Después de una década de gobierno el entramado social se evidencia quebrado y el surgimiento de un “nuevo relato” emerge para justificar la reglamentación y el control del comportamiento. Por esta razón Alberto Sileoni (ministro de Educación nacional) abogó, ante el debate acerca de bajar la edad de imputabilidad, por la creación de un “sistema penal juvenil, con un enfoque específicamente dirigido a esa población”

Sistema penal finalmente, la escuela se convierte en una institución para controlar e informar los comportamientos. Las reglamentaciones de cómo comportarse aparecen como relatos para regimentar la vida cotidiana y sobreexigir de tareas a los docentes.

Si se pretende, realmente, promover autoridad en el docente para intervenir en la formación de los jóvenes y ofrecer una alternativa a las expresiones de violencia, se debe construir una autoridad pedagógica y desarrollar la educación y el saber de los jóvenes brindando un aumento presupuestario, otorgando estabilidad a los profesionales de la educación y desarrollando un plan de becas acordes a las necesidades familiares para evitar que los estudiantes se precaricen en búsqueda de un sustento. Una alteración de la escuela, vinculada siempre al régimen social vigente, implica reorganizar la sociedad sobre nuevas bases sociales.