Por: Damián Melcer
En su discurso de apertura de sesión parlamentaria, el presidente Mauricio Macri hizo mención al acuerdo denominado “Declaración de Purmamarca”, que fuera firmado por todos los ministros de Educación de todas las provincias. Esta declaración establece, según Macri, los ejes de la revolución educativa que se pretende afianzar. Estaríamos, según esto, ante una revolución educativa impulsada por el Gobierno anterior tan denostado por el actual. La gestión de Macri confiesa continuar con lo hecho hasta el momento. Efectivamente, estamos ante una continuidad que profundiza lo realizado, es decir que afianza el retroceso educativo.
El primero de los pilares de la declaración mantiene la consideración de la educación y el conocimiento como bien público, que fue estipulado por el Gobierno de Néstor Kirchner en la ley de educación nacional. Sin embargo esta definición no deja de ser ambigua. Sabemos que toda la educación es pública y que, mediante una distinción no menor, se impartió la diferenciación según sea el carácter de la gestión, privada o estatal. Esta sutileza, no menor, habilita la implementación de la educación privada. Definir la educación como bien público no es garantía de evitar diversas injerencias privadas en el ámbito de la enseñanza y el aprendizaje. De tal modo que algún tribunal de comercio podría determinar que la educación pública estaría cubierta bajo las reglas del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (GATS) o de Tratados de Libre Comercio (TLC). Lo que incluiría todos los servicios educativos, incluso la enseñanza en el aula.
En sintonía con la continuidad, la declaración sostiene el 6% del PBI establecido por el Gobierno de Néstor Kirchner como presupuesto educativo. En el marco de la devaluación acontecida, de la inflación aconteciendo y donde se estipula que no habrá crecimiento del PBI, puede deducirse que el presupuesto educativo se desvanece en el aire. Es en este contexto que la declaración menciona la obligatoriedad de la sala de 3 años, manifiesta la intención de “construir jardines de infantes”. Ahora bien, ¿con qué presupuesto? ¿Acaso los jardines que se abrirán serán públicos pero de gestión privada?
Bajo una jerga generalista y rimbombante pretenden hacernos creer que buscan el fortalecimiento y el desarrollo de la calidad educativa. Sin embargo, fomentan la adaptación de la educación a cada alumno, lo que quiebra el aspecto homogeneizador del conocimiento. Se busca evitar la repitencia, sin garantizar el desarrollo del conocimiento y del aprendizaje. En un contexto escolar donde cada vez es mayor la cantidad de niños que requiere de adaptaciones curriculares. De este modo, el Gobierno deja librada la labor docente y de la institución educativa a una adaptarse a los saberes que portan los alumnos, denominada como diferentes trayectorias. Esto redundará en mayor presión sobre los docentes, que deberán impartir sus conocimientos según cada alumno en las condiciones actuales.
Se plantea una educación secundaria adaptada a los marcos del mercado laboral de cada región, por eso la declaración dice: “consensuará promover la mejora de las sociedades y economías regionales, con nuevas orientaciones para la escuela secundaria […] e integrar enseñanzas académicas con conocimientos del trabajo y la producción”. Nótese que las mejoras regionales pertinentes no se exigen a las políticas de Estado o, en su defecto, a los sectores económicos privados que más recursos poseen, sino que se insta a que la educación sea el promotor de la mejora. En otras palabras, jóvenes educados por y para las necesidades de los mercados regionales. El interés educativo, que debería basarse en el conocimiento universal, científico e ilimitado, se ve así cercenado por las necesidades del mercado y de la región.
La conformación de un Instituto de Evaluación de la Calidad y Equidad Educativa, que promueve la declaración y mencionó entusiastamente el Presidente, no manifiesta sinceramente qué evaluará. ¿Acaso a los alumnos? ¿A los docentes? ¿A la institución escolar? ¿A todos?
Según podemos saber, los lineamientos que promueve este documento provienen de los organismos internacionales como el Banco Mundial y la Organización para el Comercio y el Desarrollo Económico (OCDE), los cuales instan a conformar institutos evaluadores para someter a las instituciones educativas y a los docentes a las políticas distributivas de logros y beneficios, siempre y cuando cumplan con las pautas trazadas y cuyos índices de aprobación y conocimiento sean los requeridos. Estos organismos trazan lo que sería el conocimiento básico que todos los ciudadanos deberán portar, a lo que denominan estándares en educación. Como puede notarse, el estándar educativo será trazado por las necesidades de un mercado cada vez más flexibilizado y precarizado.
El instituto, conformado para evaluar con estos criterios, lo hará sobre los establecimientos, sobre los docentes y los alumnos, sin evaluar las políticas y el presupuesto educativo. Velará por que se cumplan los designios del estándar educativo sobre el trabajo docente. Serán entonces los docentes, junto con el establecimiento escolar, quienes serán puestos en el centro de la atención, mientras que el evaluador no será evaluado.
Evaluar al docente y a las instituciones educativas ha abierto, en una amplia franja de países, el salario por mérito entre la docencia y la designación de subvenciones disimiles entre aquellas instituciones que mejor resultaban en la evaluación. Estas experiencias educativas nos muestran su adaptabilidad al mercado, un crecimiento de la educación privada, la adquisición —por parte de las familias— de créditos para financiar la educación de sus hijos y la profundización de la desigualdad social.
La posibilidad de llevar adelante la evaluación con consecuencias para los establecimientos educativos y los docentes implica profundizar la descentralización que fuera impulsada por el golpe militar de 1976 y sostenida por todos los Gobiernos de la democracia. En este sentido y en la legislación educativa vigente, el Gobierno de Macri profundiza la descentralización al estipular que todas las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires verán fortalecida su “autonomía” en lo que se refiere “a la gestión, a la implementación de programas, planes y proyectos”. Cada jurisdicción podrá ahora gestionar sobre los resultados de las evaluaciones. Al declarar afianzar “un sistema educativo nacional, con cohesión y metas comunes”, todos los ministros de Educación dan un golpe sin precedente hacia la desintegración de un sistema nacional de educación. Anclados en las bases que sentaron las políticas educativas anteriores, ahora se profundiza la desigualdad regional, la meritocracia entre los docentes y los estudiantes y la mercantilización del conocimiento humano.
Con un financiamiento educativo que se desvanece, todas las posibilidades expansivas y creativas de la educación se deterioran. A través de la conformación del instituto evaluador, la lógica mercantil corroerá el rol del docente y de las escuelas, desvalorizará a toda autoridad pedagógica y a los propios ámbitos escolares. El docente no tendrá para transmitir el conocimiento humano libremente, sino las necesidades del mercado. Esta etapa histórica argentina nos educará en develar el cinismo que surge como consecuencia del relato. Se requiere de un entrecruzamiento entre los verdaderos actores de la educación, para que los docentes y los estudiantes, junto a las familias, que también se ven afectadas por la crisis social, logren expresar sus necesidades y oponerlas abiertamente a los designios de los tiempos mercantiles actuales.