La furiosa reacción que ha desencadenado la escogencia de Álvaro Uribe como El Gran Colombiano entre columnistas y profesores universitarios, es, de veras, muy preocupante desde el punto de vista de la salud mental de quienes se han dejado llevar por sentimientos primarios. Bastaba ver el rostro desencajado de los integrantes de ese panel de comentaristas que en vez de ofrecer una reflexión seria para el debate, se prodigaron en insultos contra los votantes del concurso.
Como historiador de formación no me atrae ese tipo de programas y concursos. No porque me parezca que la gente que vota en ellos sea bruta o esquizofrénica como afirmó sin pudor María Jimena Duzán, o porque sean nominados líderes negativos como se refirió al ganador el profesor de la Universidad Nacional, o porque el vulgo proceda dejándose llevar por pasiones del momento como acotó el cineasta Lisandro Duque ni porque yo piense que History Channel y El Espectador carezcan de idoneidad para evitar que manos oscuras manipulen la votación como insinuó el comentarista de fútbol metido a analista político Javier Hernández.
Mis razones son estrictamente de carácter académico. Cada época tienen sus personajes sobresalientes, que son incomparables con los de otros momentos aunque se sitúen en el mismo campo de acción. ¿Cómo comparar por ejemplo al general Santander, padre fundador de la nación, con cualquier gobernante de los últimos cincuenta años? Simple y llanamente no hay lugar. Y no lo hay porque median significativas circunstancias de contexto, de criterios y hasta de sentimientos para producir un resultado que no deje dudas.
En cualquier campo de la vida es una quimera encontrar ese uno que lo sintetice todo: la cultura, el deporte, la economía, las ciencias, etcétera. Cada una de ellas tiene sus sobresalientes pero, a su vez, cada época en cada una de ellas tiene sus incuestionables e incomparables grandes.
En el programa El Gran Colombiano en el que resultó ganador el ex presidente Uribe, las reglas del juego fueron conocidas y aceptadas por los organizadores de acuerdo con un libreto aplicado en varios países. El resultado siempre da lugar a insatisfacciones y debates. En Inglaterra más de uno pensó que en vez de Churchill debió ser Enrique VIII o la reina Victoria. Más de un francés debió quedar decepcionado de no ver a Napoleón en el sitial de honor. En Argentina algún progre debió votar por la Kirchner. Aquí hubo votos hasta por César Gaviria y quedó por fuera Alfonso López Pumarejo, un liberal de los grandes. No hubo votos por Alfredo Greñas ni por Ricardo Rendón, en cuya época no había radio ni televisión, en cambio, Jaime Garzón quedó segundo.
Pero a nuestros izquierdistas, modernos y progres, que escriben con su hígado, se les olvida que ese fue un concurso libre y privado, no institucional, que no crea obligaciones, que no será llevado a los manuales de historia ni tiene que ser aceptado como verdad por los descontentos ni por los que se están rasgando sus vestimentas. Ni será presentado por los “padres de la patria” para una ley de honores.
Más simple, lo que demuestra ese concurso, al que los analistas y los cuatro groseros panelistas invitados no fueron llevados a ciegas, es que el ex presidente Álvaro Uribe era un fuerte candidatos y que Uribe obtuvo las expresiones de mayor simpatía estando en igualdad de condiciones de contemporaneidad con los otros cuatro finalistas.
No sé si el referente de los intelectuales modernos que “dominan la historia patria”, de los dueños de la ética, la decencia y la sabiduría, que están aterrados por “la ignorancia, la estupidez, la esquizofrenia, el caudillismo y los sentimientos primarios de los colombianos” que votaron a Uribe, sea el dictador Fidel Castro, tan admirado en nuestros cafetines y mullidos sofás y ovacionado por millones en la Plaza Ché, donde se corre lista.
Hay que tener en cuenta que por Uribe votó un 30% muy por debajo de la imagen de apoyo y favorabilidad que han mostrado las encuestas desde que empezó su primer mandato en 2002 y que ha oscilado entre un 65 y un 84 por ciento. Once años y medio al tope soportando el veneno y las ojerizas gratuitas de tirios y troyanos que no le han dado un segundo de tregua en su intención de acabarlo.
No hay nada que discutir en el terreno de los insultos con gente que aboga por el juego limpio y a la hora de la verdad juega sucio, con gente que dice respetar al pueblo pero cuando este se inclina para el lado opuesto lo ofenden e insultan, con gente que acepta compromisos y cuando los resultados les son adversos descalifican al ganador.
El que ganó lo hizo sin proponérselo, sin buscarlo. Ha de saber que no se ganó un trofeo, una lotería ni un diploma ni un mausoleo ni un lugar en la historia –que ya lo tiene-. Se ganó algo más importante en la vida de un hombre público: el reconocimiento de una porción importante y representativa de ciudadanos que admira su talante, su coherencia, su liderazgo, su espíritu de trabajo, su capacidad de llegarle a los más humildes.
Eso, que no se traduce en oropeles, vale más que los escupitajos de la minoría sabia e ilustrada. La que ve pecado en lo que es tradición de los gobernantes colombianos y corrupción en lo que son programas de subsidio en el mundo.
No sucumban al odio porque el odio como la ira no son buenos consejeros. Y una recomendación al representante a la Cámara, Navas Talero, de quien se dice que tiene su alma colgada de un inciso y que es capaz de denunciarse a sí mismo, para que no demande el concurso. Todos los reclamos, dudas y resentimientos se podrán despejar en las próximas elecciones para Congreso. Están retados.