En entrevista concedida a la CNN hace más de dos años, el 28 de septiembre de 2012, el presidente Juan Manuel Santos manifestó que “no se les puede pedir a las Farc que se arrodillen, se rindan y entreguen las armas. No lo harán. Debe existir una salida, y esta salida debe permitirles participar en la arena política“.
Dos años largos después, en medio de una grave crisis del proceso de conversaciones de La Habana, Santos retoma su apreciación de forma más concreta al convocar a la redefinición del delito político de tal forma que se admita la conexidad del narcotráfico y el secuestro. Así, abre la puerta a una solución interna, propia, sin ataduras internacionales, para que los guerrilleros incursos en delitos horrendos, puedan participar en política.
Un cambio de esa envergadura dejaría el derecho penal prácticamente sin objeto ya que una porción muy grande de los delitos penales en el país están relacionados con el secuestro, la extorsión y el narcotráfico (este último toma cuerpo en numerosos hechos de sangre). Emocionada, la presidente del Polo Democrático Clara López, propuso que todos los delitos penales sean vistos como conexos con el delito político.
Esa maniobra impúdica, de salir avante, convertiría a Colombia en un país paria en materia de aplicación del derecho internacional y de observancia de los derechos humanos. Significaría entrar en rebeldía contra la Corte y el Estatuto Penal Internacional e internamente, consolidaría la profunda división en la que, de hecho, estamos sumidos como consecuencia de unas conversaciones adelantadas dentro de la mayor confusión.
Lo que se pone de presente en esta coyuntura, es la existencia de condicionamientos insalvables, de parte y parte, que no fueron precisados en el temario de la agenda acordada al inicio.
Los jefes de la guerrilla han procedido con total astucia durante el proceso. Han logrado tomar la manija hasta el punto de sacar partido del secuestro del general Rubén Darío Alzate, al que presentan como prisionero fruto de acción legítima de guerra. Se asumen contraparte del conflicto.
Han sido y siguen siendo coherentes en sus pretensiones, como cuando al comienzo del diálogo uno de sus jefes dijo que entre sus objetivos figuraba: “acallar a las armas, pero también y, sobre todo, refundar nuestro país, que es el cuarto más desigual del mundo… Todos los temas son importantes y necesitan ser tratados tranquilamente y negociados escrupulosamente. Tienen que ver con la soberanía alimentaria, la salud, la educación, el derecho al trabajo, la seguridad social. Debemos reinventar Colombia, que es un país muy injusto” (www.RadioSantafe.com, Bogotá, octubre 8 de 2012)
Casi todos los nudos de la negociación conducen, pues, al problema de la participación política, puesto que las Farc pretenden o aspiran a hacer política de una manera que supondría el desbarajuste de la Constitución ya que la concepción clásica del delito político y sus conexos así como los compromisos internacionales, forman parte del Bloque de Constitucionalidad. La iniciativa presidencial facilitaría a las guerrillas hacer política sin entregar las armas, sin admitir culpabilidad en crímenes de guerra y de lesa humanidad y, por tanto, sin penas privativas de la libertad.
Que se trata del almendrón de la negociación y de una exigencia perentoria lo podemos constatar en la respuesta que Alberto Pinzón Sánchez, ideólogo asiduo del portal ANNCOL de las Farc, que, como bien sabemos, es donde ella expone su línea de pensamiento, da a la periodista Cecilia Orozco cuando le pregunta si los jefes de las Farc aceptarían ir a la cárcel para cumplir convenios internacionales firmados por el Estado colombiano: “Las Farc no han luchado contra la justicia internacional sino contra el Estado… (éste) debe encontrar, en una discusión amplia con la insurgencia, la solución política en cuanto a cómo va a funcionar la nueva legalidad… una negociación realista debería basarse en las reformas estructurales que demanda el país y que hay que garantizar en un texto constitucional… tendrían que ser validadas en una constituyente” (elespectador.com, noviembre 23 de 2014).
Los jefes guerrilleros saben que si son condenados, aún en el Marco Jurídico de la Paz y en el modelo de Justicia Transicional, quedan inhabilitados, de por vida, para ocupar cargos públicos y de representación popular. El Gobierno Santos, en su estrategia negociadora, concedió, sin haberse sentado en la mesa, que habría cambios para facilitarlos, tal como dijo en 2012 y nos recuerda hoy de nuevo. Para despejar dudas, releamos la tesis del Alto Comisionado de Paz que abre la puerta al estropicio que nos proponen: dijo él que, durante el periodo de “transición de 10 años” tenemos que: “echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas…” (Conferencia de Sergio Jaramillo en Universidad Externado, mayo 9 de 2013).
Por ello es que ahora, para evitar el fracaso y sin ningún pudor, el Gobierno propone la “medida de excepción” de redefinir el delito político y sus conexidades.
De manera que cuando Humberto de la Calle, el mismo Presidente y el Alto Comisionado le dicen a la opinión pública que no habrá cambios en la Constitución ni se negociará la institucionalidad, simple y llanamente mienten.