La democracia colombiana no es de pipiripao como la califican los intelectuales de izquierda y progres. En cambio, lo que sí es de pipiripao es su concepción de democracia. Todos tan rigurosos y tan estrictos cuando se esgrimen los principios de la modernidad política ante dictaduras de extrema derecha y tan elásticos, tan sinuosos, tan gelatinosos y tan melifluos con los principios republicanos en cuanto se trata de justificar con teorías traídas de los cabellos el esperpento de degradar la democracia, supuestamente, para defenderla, que es lo que ha ocurrido con la aprobación del plebiscito por las bancadas incondicionales del presidente Juan Manuel Santos.
Los estrictos demócratas de pipiripao sostienen que los acuerdos de La Habana no requieren ser refrendados, afirmación que desconoce el valor de la palabra empeñada del Presidente y de su ocurrente filósofo Sergio Jaramillo que en conferencias, discursos y documentos varios se comprometieron a consultar con el pueblo los acuerdos que se firmaran. Consideran que lo que se pretende entregar en La Habana es cosa de poca monta, o sea, que asuntos como la Justicia, la integridad nacional, la democracia, la verdad, la reparación, el castigo, etcétera son cosas elementales que se pueden sacrificar para alcanzar el bien supremo de la paz.
Pero, como ya estamos advertidos de que todo lo que sale de las manos del presidente Santos huele a trampa, a engaño y contiene veneno, estamos obligados a pensar muy bien y con mucha calma cuál ha de ser la política a seguir por parte de quienes formulamos serios reparos a los términos en que se negocia con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Intentemos dilucidar a qué juega Santos con el plebiscito, puesto que tal como fue aprobado: vinculante, ínfimo umbral y sin financiación estatal, es muy probable que sea declarado inexequible por la Corte Constitucional. En ese caso, al Gobierno le quedarían dos salidas, decir, que hizo el intento de consultar a la ciudadanía y asumir toda la responsabilidad para implementar los acuerdos, o entrar en el juego que pretenden las FARC de convocar una asamblea constituyente de corte fascista-falangista. Estos desenlaces dan tiempo prudencial para definir qué hacer.
El otro escenario, sobre el que por urgencia y premura estamos obligados a tomar decisiones ya mismo, es que la Corte Constitucional le dé vía libre al plebiscito, con posibilidad de modelar el contenido, por ejemplo, estableciendo algunas garantías para la oposición. A sabiendas de que no podemos creer en la palabra de Santos de respetar el resultado y que es muy probable que las FARC, opuestas a este procedimiento, conserven sus armas durante la campaña, lo cual quiere decir que está latente la amenaza de volver a usar las armas en el caso de que triunfe el “no”, el deber de la oposición es el de jugarnos a fondo para votar “no”, a pesar de todas las trampas y las adversidades que se interpongan.
A favor de apostarle al “no” no sólo están las razones morales que hemos esgrimido ampliamente en estos tres años largos, sino el hecho protuberante y constante de una opinión pública que en todas las encuestas, aunque se muestra favorable a las negociaciones, deja constancia de su rechazo, entre un 70% y un 83%, a que los responsables de crímenes atroces no paguen prisión, a que se les otorgue curules en las corporaciones públicas, a que puedan ser elegibles, a que no entreguen sus armas, a que se reforme la doctrina militar y se reduzca el tamaño de las Fuerzas Armadas, a que se parcele la soberanía nacional, entre otros tópicos.
La abstención le deja el camino libre al Gobierno y no dejará de ser lo que siempre ha sido, un saludo a la bandera, una consigna inmovilizadora que fomenta la apatía y la indiferencia frente a la política y la democracia y ante el peligro que se cierne sobre el país.
Los demócratas venezolanos congregados en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) nos dieron un ejemplo demostrando que la trampa y el fraude pueden ser derrotados. El reto no es fácil, pues para salir victoriosos tenemos que aspirar a conquistar el voto por el “no” de esa opinión que ha sido firme en el rechazo a la paz impune, a la paz sin justicia.
Resuelto el dilema de qué hacer en el plebiscito, el siguiente paso es iniciar ya cuanto antes la campaña para configurar una directiva central de personalidades de la vida nacional bajo el liderazgo del ex presidente y senador Álvaro Uribe Vélez y lanzarnos a constituir una amplia alianza en torno al “no”. Los comunicadores serán los encargados de los contenidos de las consignas y de la publicidad, utilizarán un lenguaje adecuado para que votar “no” quiera decir estar por la paz con justicia.