Por: Diego Rojas
Cada partícula de la lengua tiene la virtud de la polisemia, de la variedad de significaciones, de poner en juego cada palabra en un rumor –que no cesa- de los sentidos. Valga la aclaración debido al uso del adjetivo: “isabelino”. Podría referirse a aquella época en la que Inglaterra se consolidó como una nación pujante en los inicios del capitalismo, aquel Reino Unido del siglo XVI bajo la monarquía de Isabel, que también dio un impulso feroz a las artes y la cultura. Esa era, por ejemplo, legó el “teatro isabelino”, encabezado por el genial William Shakespeare, pero también albergó a otros de talla gigantesca, como Christopher Marlowe o Ben Johnson. Sin embargo, “isabelino” también podría aplicarse al modo de existencia del kirchnerismo en esta, su fase final. En este caso, el adjetivo no remitiría de ninguna manera a la pujanza de aquella época británica, sino al gobierno que, por ciertas características, podría considerarse como precursor de las medidas del ocaso K: el de María Estela Martínez de Perón. Le decían Isabelita.
Una digresión. Frente a la reivindicación setentista que realizan los dirigentes y militantes kirchneristas, una vez Jorge Altamira, el dirigente trotskista, me dijo que él se consideraba “sesentista” y no “setentista”. Que los sesenta habían marcado la maduración de una generación que había logrado desarrollarse de manera autónoma de los poderes, que había producido la mayor insurrección obrera independiente de la Argentina -el Cordobazo-, que buscaba tomar en sus manos un destino histórico, estratégico. Incluso a nivel internacional, ya que esa generación había sido testigo y actora de que se había producido el levantamiento contra la Unión Soviética en Checoslovaquia conocido como “La primavera de Praga”; o esa huelga general de masas obreras y estudiantiles conocida como el “Mayo francés”, entre otros hitos. El “setentismo”, según Altamira, planteaba un desvío de ese momento promisorio. Expresaba la subordinación a Perón -que regresaba para abortar el alza revolucionaria sesentista-, el auge militarista de las organizaciones foquistas, el furor del vanguardismo esclarecido y armado y la máscara con que la burguesía nacional se disfrazaba de “popular” y conquistaba para la derrota a los jóvenes de esa época. Coincido con ese planteo. Creo que el “setentismo” del que hace gala el kirchnerismo hoy no es sino una forma de expresar un montonerismo senil. No es una cuestión de edad: tal senilidad es compartida tanto por Orlando Barone, hombre en la edad provecta que cree que este gobierno es transformador, como por los jóvenes que acuden a los patios de la Casa Rosada a aplaudir la devaluación, mientras se consideran a sí mismos los “pibes para la liberación”. Una explosión del sinsentido.
Un momento isabelino. La devaluación del peso que decidió el gobierno de Cristina Fernández y su equipo económico (encabezado por el agente de las petroleras -ex pseudoizquierdista- Axel Kicillof) presenta similitudes de método, y más, con la que realizó el gobierno de Isabel Martínez (a través de su ministro Celestino Rodrigo, del riñón del fascista José López Rega). La devaluación realizada por el gobierno kirchnerista alcanza un 30 % del valor del peso frente al dólar en los últimos meses y llega al doble si se compara a esta misma época del año en 2013, cuando el valor del dólar era de cuatro pesos. Esta grandiosa incautación de los salarios de los trabajadores –y de los ingresos de los sectores populares en general- se produce en momentos en los que se empezará a discutir las paritarias, aunque existen reclamos para que esas discusiones se realicen ya o que se entreguen bonos que compensen la depreciación salarial hasta su comienzo. La devaluación produce que la energía aumente su precio, al menos los combustibles, ya que están atados a los precios internacionales del petróleo. Un país ensamblador como la Argentina ve el incremento de las partes que debe importar, a la vez que también sucede lo mismo con los productos farmacéuticos que, en gran parte, se fabrican en el exterior. Este panorama de devaluación, depreciación salarial, inflación y tarifazos es lo que une a la devaluación cristinista de hoy con la devaluación isabelista de 1975. Pero más, y peores, semejanzas se dieron cita en la vocinglería emitida por la presidenta en su discurso del martes 4 de febrero en la Casa Rosada.
Contundente, Cristina Fernández confirmó la perversión del significado que adquiere para el kirchnerismo la fórmula: “redistribución de los ingresos”. Primero, planteó la existencia de asalariados que podían comprar dólares, es decir, que ganaban más de 7200 pesos. Para la presidenta, este sería un signo de la “prosperidad” (sic) de la década ganada. Y en nombre del caso de unos trabajadores esclavos encontrados en Misiones –los primeros indicios señalan que en una de las estancias del peronista de derecha Ramón Puerta-, la presidenta explicitó su noción de equidad: “Porque no es justo que este señor esté así, con una ristra de chorizos (en referencia a la foto de uno de los trabajadores esclavos), y haya otro que pueda, siendo trabajador registrado, comprar dólares y que además le subsidien la luz, el gas y todo. No es justo”. El trabajador en blanco, más allá de que su salario no cubra la canasta básica de 8500 pesos, sería un aprovechador frente a la miseria que el kirchnerismo no pudo erradicar en estos diez años y meses que gobierna. De este modo, Cristina Fernández anunció el tarifazo, vía quita de subsidios a los consumidores –ya que las grandes empresas siguen siendo subsidiadas y siguen siendo el sujeto de los beneficios de este gobierno-, que sobrevendrá. Antes había anunciado un incremento equivalente a 9 pesos por día más para los jubilados. El aumento del 11 % que anunció con bombos y platillos ha sido comido ya solamente por la inflación de enero. La “redistribución del ingreso” se realizará entre los sectores postergados de la sociedad, trabajadores y jubilados, que transferirán una parte de sus ingresos a los aún más postergados. Los empresarios, chochos. Tal como en 1975, los trabajadores serán la variable del ajuste producido por la devaluación.
Aún más preocupante es la posición planteada por la Presidenta, enunciada una vez dispuesta a dar su discurso a los jóvenes K que habían concurrido al Patio de las Palmeras de la Rosada a aplaudir la devaluación. Estas son las palabras que dijo Cristina Fernández: “Me llama poderosamente la atención, y no lo puedo dejar de decir, que todavía subsisten grupos, o grupitos chiquitos de 10, 15, 20, que cortan la calle porque se pelearon con el gobierno de la Ciudad o quien sea, no importa. Y que, sin embargo, no hacen nada cuando ven que otros hacen algo respecto de los intereses que dicen representar. Por eso hay que convencer a esa gente, a estos argentinos, que dejen de cortar la calle molestando a otros argentinos y se dediquen por lo menos a cuidar a la gente en serio. Cuando vean a alguien cortar una calle, yo les pido a cada uno que vayan y le pregunten: ‘¿Estás enojado por algo? Vení, acompañáme a un supermercado, a una librería, a controlar que no le roben a la gente. Ahí lo único que estamos haciendo es jorobar a otros argentinos que van al trabajo’. Irritar a la gente. O tal vez esa sea la verdadera intención. Defender otros intereses que desconocemos pero que siempre nos imaginamos. Como yo siempre digo: cuando parecés muy de izquierda, apareces del otro lado seguro porque la tierra es redonda”.
Su secretario de Seguridad, el ex militar e infiltrado en huelgas mineras en Santa Cruz, Sergio Berni, había declarado hacía pocos días que se sentía: “asqueado” (sic) por los cortes de calle. En sintonía fina con el ex militar Berni, Cristina Fernández llamaba a la juventud kirchnerista a intervenir para levantar esos cortes. De conjunto, una actitud fascistizante a la hora de caracterizar el derecho a la protesta.
Isabelino. Así se podría describir, en la acepción que liga al adjetivo con la figura de María Estela Martínez de Perón (mejor conocida como Isabelita) y su devaluación de 1975, al final del ciclo kirchnerista. Sin embargo, y en honor a la polisemia, también se podría usar el adjetivo “isabelino” para referirse al gobierno K si se lo ligara al uso que le dio la reina Isabel II al término “annus horribilis” en 1992. Como viene la mano, bien podría ser éste un “annus horribilis”. La cosa es que recién comienza.