Por: Diego Rojas
Una frase popular retumba al constatar la política de seguridad del recientemente asumido Gobierno de Mauricio Macri: “Es peor el remedio que la enfermedad”. Ante una situación incontrastable de aumento de la delincuencia, la violencia y la inseguridad en los últimos años —signo de la disgregación de las relaciones sociales en el marco de una crisis más general—, las fuerzas de seguridad habrían obtenido la vía libre para incrementar su rol de vigilancia en términos que no se veían desde hacía muchos años.
Esto es perceptible no sólo por la excepcionalidad peligrosa de las fuerzas policiales al irrumpir en una villa miseria disparando balas de goma mientras una murga ensayaba en sus calles estrechas, lo que dejó niños heridos por los proyectiles, sino también por las filas de hombres con los brazos contra la pared al salir de una estación del ferrocarril. Se suman inspecciones colectivas de documentos de los pasajeros en colectivos del conurbano al que se suben policías con tal fin, un periodista de origen mapuche demorado por inspección de antecedentes en la estación Carlos Gardel del subte porteño, cacheo de jóvenes por la sospecha de caminar por una calle cotidiana de Mataderos, etcétera. Todos acontecimientos que se tornan comunes en el país y que permiten que sean registrados por las cámaras de los celulares de cualquier ciudadano —como también fueron registrados con esos celulares los disparos de los policías contra los miembros de la murga en la villa 21-24 hace pocas semanas.
El estado de sospecha permanente es incongruente con el Estado de derecho que permite a los ciudadanos la libre circulación. Ni hablar ya de la sospecha por “portación de cara”, que se denota cuando la mayoría —aunque no todos— de los demorados por averiguación de antecedentes responden al estereotipo social de la delincuencia: tez morena y un vestir popular que remitiría a la imagen policial del crimen. Esas facultades otorgadas libremente a la Policía no sólo atentan contra los derechos democráticos y plantean un retroceso en las libertades civiles a épocas previas a los años noventa, cuando fueron derogados los polémicos edictos policiales que daban vía libre a las fuerzas de seguridad. También plantean riesgos definidos y mortales: basta recordar la detención arbitraria —y el posterior asesinato— de los jóvenes Walter Bulacio o Miguel Bru por parte de la Policía (la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado argentino por el crimen de Bulacio). Esta opinión es sostenida por constitucionalistas del tenor de Daniel Sabsay, quien dista de ser considerado como una figura revulsiva al estado general de las cosas.
Sin embargo, podría considerarse que este es el aspecto menor de un problema mayor que hace que sea cierto que es peor el remedio que la enfermedad. Ya que la enfermedad de la delincuencia y la inseguridad tienen su origen central en las fuerzas policiales. Regentes y ordenadores del tráfico de estupefacientes, la trata, el juego clandestino y el comercio de autopartes desarrollado a partir de desarmaderos ilegales, la Policía es parte fundamental del orden criminal. El sistema delictivo es parte del sostén mismo de la institución policial, ya que no todo el dinero recaudado de manera ilegal va a manos particulares, sino que una porción se destina, incluso, al mantenimiento de automóviles policiales y condiciones edilicias: un verdadero círculo de Möbius. La Policía ha sido señalada como promotora de zonas liberadas para el ejercicio de la delincuencia, también como recluta de esos delincuentes —es notorio el caso de Luciano Arruga, asesinado por oponerse a ser usado como peón del crimen—, a la vez que miembros mismos de la institución policial son frecuentemente detenidos mientras realizan crímenes contra la propiedad. El pensador Michel Foucault sostenía que el incremento de la inseguridad era congruente con el sistema policial, ya que era la base de un sostenido reclamo de injerencia y control policiales, que permiten un ejercicio más límpido de la delincuencia por parte de las fuerzas de la seguridad.
¿Es este acuerdo que otorga más poder a la Policía la contraparte para un uso más sofisticado de la represión sobre la protesta social, como se prevé a partir de la aprobación del anunciado protocolo que impediría piquetes y manifestaciones?
Frente a este estado de las cosas, la alternativa vigente a disminuir la delincuencia y la inseguridad corre por el lado de vigilar la institución policial a través de los organismos populares existentes y de la apertura de los registros de la actividad policial de cada comisaría. Otorgar mayor poder a la Policía implica dar al crimen mayor facilidad para su imperio. Antes de que las manifestaciones brutales y las consecuencias de ese poder se multipliquen, es necesario acabar con esa posibilidad como primer paso para asegurar el triunfo contra la delincuencia.