Por: Esteban Paulón
Hace pocas semanas el movimiento de lesbianas, gays, bisexuales y trans de todo el mundo estuvo de festejo. La esperada decisión de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos echaba por tierra las pretensiones segregacionistas de importantes grupos de ese país, vinculados a las iglesias evangélicas y el Partido Republicano.
Como lo hiciera con la legalización del aborto en el recordado caso Roe v. Wade en el año 1973, y también con una votación dividida (en esta ocasión la mayoría se logró 5 a 4), el máximo tribunal norteamericano zanjó un debate que la sociedad ya había superado (en Estados Unidos en la actualidad más del 65 % de la gente está a favor del matrimonio igualitario), pero que el Congreso no puede superar (la mayoría republicana nunca hubiera aprobado esta ley, a pesar del importante apoyo social, mediático y político existente).
Semanas antes, Irlanda había hecho historia al transformarse en el primer país en legalizar el matrimonio igualitario por voto popular, y más recientemente el Tribunal Supremo mexicano había emitido un fallo muy similar al norteamericano, pero que no tuvo la repercusión mediática y social que merecía.
Todos estos hechos, tan frescos en nuestra memoria, me llevaron a aquella helada madrugada del 15 de julio de 2010 en la que miles de almas esperábamos impacientemente, pero con enorme alegría y expectativa, la votación decisiva del Senado de la Nación.
Enorme orgullo, pensar que nuestro país pudo llegar a la igualdad para todas las familias mucho antes que países que, se supone, se encuentran más avanzados en el campo social.
Incluso países como Francia, Finlandia o Noruega llegaron a la cita de la igualdad después que nosotros. E incluso hoy debaten leyes para ponerse a tono en materia de derecho a la identidad, intentando aprobar normas de identidad de género similares a la argentina.
Sin dudas es un orgullo haber llegado antes y haber contribuido a escribir la historia de la igualdad en el mundo (Argentina fue el primer país en América Latina en aprobar esta ley). Pero más orgullo nos produce el proceso por medio del cual la norma se aprobó.
Quien quiera adjudicarse esta norma a título personal, o para algún espacio político en particular, faltará a la verdad.
La ley de matrimonio igualitario, como se denominó por primera vez aquí y hoy es un sello distintivo asumido por el movimiento LGBT a nivel global, fue y es una construcción colectiva. De diversos partidos políticos, de distintos movimientos sociales, de diferentes sectores (artísticos, mediáticos, educativos, culturales e incluso religiosos).
La ley de la igualdad es una ley que nos pertenece a todos. Así fue concebida, así fue conquistada y así es sentida por la enorme mayoría de nuestra sociedad.
Es justo decir, sin embargo, que la ley no hubiera sido posible sin el apoyo de algunos actores sociales clave y bajo la conducción de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans.
Esta organización, nacida en el año 2005 con un programa de acción que incluyó como reivindicaciones principales las leyes de matrimonio igualitario e identidad de género, le dio dimensión nacional y transversal a un reclamo que venía creciendo socialmente y que precisó de un soporte asociativo para alcanzar el objetivo trazado.
Hoy ya han pasado 5 años de la histórica madrugada de julio de 2010. Más de diez mil parejas igualitarias han podido contraer matrimonio. Muchas de ellas incluso han sido padres y madres. La igualdad legal ha sido alcanzada. Y sin embargo tenemos aún muchas materias pendientes, es verdad. Porque ninguna ley modifica automáticamente realidades naturalizadas por siglos. Ni siquiera tras cinco años de vigencia y apoyo social. Pero con la posibilidad de dar las batallas que haya que dar para transformar profundamente la cultura y la sociedad desde un pie de igualdad.
Sin lugar a dudas cada ley que amplía derechos nos mejora. Nos mejora como personas, nos mejora como colectivo, nos mejora como sociedad. Y sinceramente creo que la ley de matrimonio igualitario está entre las mejores de esas leyes. Porque amplía derechos a una parte de la población que hasta hace tan solo unos pocos momentos no los tenía, sin quitarle ningún derecho a nadie. Por eso nos hace mejores, nos llena de dignidad, nos convierte en una sociedad más decente.