Macri, el candidato que no transpira

Gonzalo Sarasqueta

El Jefe de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, es un experto en producir shocks visuales. Su interpelación hacia el ciudadano se produce, principalmente, a través de impactos estéticos. La imagen es el mensaje. Acorde a los tiempos que corren, donde lo iconográfico avanza decidido sobre lo discursivo, el presidenciable busca convencer especialmente desde lo óptico. Léase: bailes originales – y envidiados por gran parte de la góndola política criolla– en un búnker electoral, que se viralizarán hasta el cansancio por las redes; o gigantografías, carteles y otros juguetes del marketing político que, con tan solo diez minutos de bicisenda, terminan por convencerlo a uno de que su color preferido siempre fue el amarillo.

Es un elemento que lo distingue del kirchnerismo puro, más confiado en la fuerza de los grandes relatos, y de Sergio Massa, al que acaba de negarle un acuerdo electoral, más inclinado a cazar el sentido común del electorado con un lenguaje sencillo, directo y tradicional. Esta apuesta al ingeniero le sirve para ratificar, al menos, en el plano simbólico, su vocación por ser la cara fresh del sistema político argentino. Jugada comunicacional que, si hubiera pactado esta semana con el tigrense, habría quedado empañada. O, al menos, sensible de ser revisada porque claro está que, de outsiders, personajes como Graciela Camaño, Roberto Lavagna o Joaquín de la Torre, tienen poco.

Pero a lo importante: ¿cuál es el perfil comunicacional  que escogió Mauricio Macri para intentar llegar al sillón de Rivadavia? Veamos.

“Una buena estrategia trata de que nuestro candidato actúe con la racionalidad del torero y su adversario con la furia del toro”, recomienda Jaime Durán Barba, gurú intelectual de Macri, en el libro “El arte  de ganar”. Dicho principio explica el sosiego con el que el adalid del PRO se dirige a sus huestes. En contraposición a  Sergio Massa (en el acto de Vélez) o Cristina Kirchner (en el último 25 de mayo), por citar dos ejemplos contundentes, las alocuciones del tandilense son de baja intensidad. Monótonas. Sin histrionismo. No presentan relieves de volumen ni clímax. Su voz es pausada, medida y tranquila. Un estilo que le permite diferenciarse del discurso estándar en nuestro país, sustentado en la  épica, el drama y los sentimientos. Y, en simultáneo, le calza justo para mantener la figura. Nada de afonía, transpiración y agitación: rastros emocionales que pueden atentar contra la estética y la racionalidad.       

El scanner continúa con unos hombros relajados, que denotan seguridad, serenidad y certeza. Los ojos entrecerrados, táctica que incrementa en entrevistas televisivas (ver “Conversaciones”, con Joaquín Morales Solá, en La Nación, 21 de mayo), para transmitir firmeza, concentración y aplomo. Los gestos con las manos acompañan, lentamente, cada palabra y nunca superan la altura del mentón (como lo hacen, generalmente, líderes populistas o autoritarios; casos históricos, Hitler, Mussolini y Tito). Y un rictus estetizante, siempre a mano, para distender o generar buen clima. Todas herramientas básicas para maniobrar en cualquier mesa de negociaciones. Todos secretos kinésicos provenientes del ambiente empresarial. De ahí, el CEO amarillo saca sus recursos comunicacionales.

Acompañan la anatomía: micrófono inalámbrico (nada de atriles); camisa arremangada y,  prolijamente, desabrochada; colores llamativos;  y el gabinete (“un equipazo de buena gente”, según él) parado y disperso atrás. A diferencia de un escenario peronista –donde las butacas no son al azar, sino que reflejan jerarquía: cuanto más cerca del orador, más poder–, el PRO intenta generar la sensación de espontaneidad.

Como satélite de lo estético, aparece el speech motivacional. Factor de segunda categoría en la comunicación PRO. Los discursos de Macri no son ambiciosos ni pretenden dejar huella en la historia de la oratoria nacional. Carecen de un arco narrativo o una trama; son eslóganes encadenados, extraídos de la misma publicidad que vemos en las calles: “Seguimos haciendo”, “Nuestro compromiso es con el hacer”, “Lo vamos a hacer juntos”, por citar algunos. Frases idóneas para las redes sociales: sencillas de absorber, retener y divulgar. Twitter agradece; el pensamiento agudo, no tanto.

Claro que, en el barro de la gestión, este speech sale de su fase cosmética, se sincera y muestra sus colmillos. Dos ejemplos precisos: los desalojos en el Parque Indoamericano y la represión en el Hospital Borda. Allí la máxima autoridad de la Capital Federal cambió, drásticamente, su vocabulario. Atrás quedaron el optimismo, el diálogo, el futuro y los desafíos del siglo XXI; en su lugar, indicios de xenofobia, defensa de la mano dura y reclamo  de penas más fuertes. En síntesis: populismo penal.

Justamente, este contraste en el repertorio lingüístico es lo que hace tambalear el lema cardinal de Macri: “Otra forma de hacer política”. Pone en evidencia sus semejanzas con la centroderecha clásica criolla, desarticulando así la polarización –a través de la dicotomía nuevo/viejo– que pretende instalar con Daniel Scioli. Y, además, deja sentado que una imagen, en comunicación política, todavía, vale lo mismo que una palabra.