Por: Gustavo Gorriz
Hace unos días, dos preocupaciones me consumían horas antes de que comenzara la jornada académica sobre Ciberguerra, organizada conjuntamente por la editorial TAEDA y la UADE. Una de ellas era el éxito de este seminario por el cual habíamos trabajado arduamente durante varios meses; y la otra, era el partido de esa noche en el cual se dirimiría cuál de los equipos más populares de la Argentina continuaría en la Copa Libertadores. Lo cierto es que la jornada académica fue un éxito, pero como todos saben, la deportiva terminó en un verdadero bochorno que excede lo estrictamente futbolístico y que ya ha merecido miles de reflexiones.
El caso es que en esas horas previas al partido entre Boca y River, analizábamos durante el evento académico, las implicancias que en la vida de todos los ahí presentes tenía la Ciberseguridad y la Ciberdefensa, hasta en nuestras propias libertades individuales. La aparición de Internet había revolucionado nuestras vidas a una velocidad desconocida en toda la historia de la humanidad. Y mientras científicos, académicos y periodistas diseccionaban este espacio de conflicto relativamente nuevo, yo no podía abstraerme de vincular una vez más todo lo que se discutía en ese seminario con nuestro deporte más popular. Es que, viendo a esos centenares de jóvenes en el auditorio, de edades similares a las de mis hijos, vino a mi mente el recuerdo de un 20 de diciembre de 1992 en el que un juvenil jugador de nombre Claudio Edgar Benetti, marcaba el gol de la victoria con el que Boca se consagraba campeón ante San Martín de Tucumán, después de once años de no obtener títulos (el período más largo sin campeonatos de toda su historia).
A esta altura, usted se preguntará a qué vienen estos vínculos deshilvanados y dudará si, al escribir esta columna, estoy en mis cabales. Bien, a eso voy, recuerdo perfectamente esa fecha: vivía entonces en Cochabamba, Bolivia, y mi hijo menor tenía un mes y dos días, y desde la terraza de mi casa en aquella noche de verano intentaba realizar dos cosas: consolar al bebé que lloraba, y conocer el resultado del partido de Boca haciendo girar en vano una radio de cinco bandas que iba y venía con su sonido. Eran tiempos en los cuales, estando en el extranjero, uno hacía cien kilómetros si se enteraba de que un amigo tenía un par de periódicos nacionales que ya tenían tres o cuatro días de vida. Finalmente, aquella noche, en un instante único y más que breve, llegué a escuchar la frase “Boca campeón”.
Esta pequeña historia testimonial viene a cuento de que, si bien es verdad que esto ocurrió en el siglo pasado, es también verdad que fue apenas hace veintidós años, precisamente los años que tiene mi hijo –un bebé en aquel entonces– y que coinciden además con el inicio de la masificación de Internet, hasta entonces desconocida. Cuánta agua ha corrido en estos pocos años, cuántas veces en esta década con nuestra revista DEF, hemos analizado este nuevo espacio donde se desarrolla el ciberconflicto y cuántas veces nos hemos sorprendido de los adelantos que existen y los adelantos en ciernes. Julio Verne quedó atrás, y también Bradbury y Asimov.
Es de verdad increíble que en el cuarto de la vida media de un ser humano hayamos hecho este recorrido tan extraordinario. También es increíble que aún con muchas dificultades, hayamos podido asimilar los cambios. Sin embargo, ese camino tan notable parece encontrar una peligrosa pared en las opiniones que hace pocos días ha manifestado Stephen Hawking. El extraordinario científico postrado en una silla de ruedas nos advirtió sobre dos gravísimos peligros inminentes, por un lado, la posibilidad de que la Big Data (la red global) pudiera caer en manos equivocadas e inmovilizar al mundo y pudiera “convertirse en el centro de mando para los terroristas”; y por el otro, que la hiperacumulación de conocimientos desembocara finalmente en la independencia de las máquinas que terminarían por gobernar a los humanos. Al referirse a la EI (Inteligencia artificial), dijo Hawking: “Las máquinas podrían tomar el control de sí mismas, rediseñándose a un ritmo que aumentará cada vez más. Los humanos, limitados por su evolución biológica, no podrán seguir el ritmo y serán superados”.
No se equivocarán quienes vinculen este augurio dramático con la película Matrix, aquella obra llena de fanáticos que relataba una historia futurista donde las máquinas (Matrix) se alimentaban de los hombres, de donde obtenían la energía, y existía un submundo donde batallaban unos pocos humanos que no habían sido atrapados. Ese era el mundo de la ficción, donde Morfeo, Neo y Trinity luchaban contra aquello que el genial científico británico augura hoy como posible en la vida real: unas máquinas autonomizadas del ser humana que controlan la vida sobre el planeta.
Lo cierto es que el futuro se presenta apasionante, maravilloso, seguramente cargado de noticias extraordinarias en todos los rubros del conocimiento humano, y ello incluye la prolongación de la vida y cualquier cosa imaginable. Pero, como contrapartida, ese porvenir también se presenta extremadamente peligroso, difícil y siniestro. Por ejemplo, si aquel fatídico 11 de septiembre en que vimos caer las Torres gemelas requirió una operación previa compleja y de una instalación de inteligencia de años, ¿qué podría ocurrir hoy, mañana, cuando el poder de destrucción se multiplique por cien o por mil? ¿O cuando una operación de Ciberguerra paralice completamente a un país o a un continente?
Hace apenas veintidós años y casi de manera casual, me di por enterado del triunfo de mi equipo. En esas dos décadas transcurridas, han ocurrido cuestiones jamás pensadas en aquel lejano 1992. Dicen hoy los científicos que cada cinco años, se duplicará el conocimiento, y esto es un hecho absolutamente inaudito en la historia de la humanidad, y nadie puede predecir hoy de qué estaremos hablando en la próxima década.
Si bien no es motivo central de estas mínimas reflexiones, no puedo omitir el hecho de que tanto avance científico y tecnológico resulte casi mágico y que, en medio de las graves preocupaciones que también genera, continúe existiendo un factor para nada tecnológico que sigue casi como hace dos mil años. Me refiero a la conducta primitiva e irracional que pueden asumir los seres humanos. Que estos hayan sufrido tan pocos cambios en su propia naturaleza también resulta inimaginado y al mismo tiempo mágicamente trágico.
Cualquier vínculo con estos últimos hechos “deportivos” vividos queda para la imaginación del lector.