Las reformas en Cuba son lentas. Pero se mueven. En lo económico y dentro del marco de la propiedad se han realizado cambios. También en el terreno migratorio y deportivo. El gobierno del General Castro intenta entrar de forma discreta a los nuevos tiempos. Los mandarines vienen estudiando hace un cuarto de siglo las reformas en China y Vietnam, parientes ideológicos cercanos.
Quizás a partir de ahora acontezcan los cambios más drásticos. Y los más necesarios. A partir del 1º de noviembre, el Consejo de Ministros aprobó la nueva zona de desarrollo económico en el Puerto del Mariel, en las afueras de La Habana. Pero si el régimen de verdad desea dar un espaldarazo a reformas profundas y sensatas, tiene que hacer algo más. Cuba es una nación empobrecida tras cinco décadas de pésimo desempeño económico. En 1959 triunfó una revolución que hizo hincapié en lo político e ideológico y marginó la economía. Fidel Castro fue un caudillo. Para bien o para mal, según lo vean sus partidarios o detractores.
Su manera de gobernar el país, como una plantación, saltándose el presupuesto y manejando los recursos al estilo de un bodeguero, ha descapitalizado las industrias y colapsado la economía real. Luego tenemos el embargo de Estados Unidos, que frena cualquier transformación a gran escala en el plano económico. Ningún socio sensato va a cambiar transacciones de volúmenes considerables con Estados Unidos, por una relación comercial en el pequeño circuito cerrado del mercado cubano.
Una buena jugada del régimen sería romper la inercia en el plano político. Y comenzar a reformar el anquilosado y predecible parlamento nacional. También se podría lanzar una convocatoria para un plebiscito donde el pueblo determine si desea mantener el actual estado de cosas u opta por elecciones presidenciales democráticas, donde puedan postularse políticos de otros partidos.
Algo similar a lo ocurrido hace 25 años en Chile. El contexto de cada país es diferente. En Chile, anticonstitucionalmente se depuso un gobierno elegido democráticamente en las urnas. Mediante asesinatos y burdas violaciones de los derechos humanos, Augusto Pinochet gobernó 17 años. Fidel Castro llegó al poder tras una campaña guerrillera de tres años. Fulgencio Batista, un sargento reconvertido en coronel, había encabezado un golpe de Estado en marzo de 1952. Cuando Castro arribó a La Habana en enero de 1959 contaba con apoyo popular.
Se pensaba que restauraría las instituciones democráticas. Todo lo contrario. Instauró una autocracia de izquierda, transgrediendo derechos políticos y civiles. Un autócrata es un autócrata. Da igual que sea de derecha, centro o izquierda. Nada justifica que un ejecutivo no realice plebiscitos y permita otros partidos. Cuba es la única nación del hemisferio americano donde disentir es un delito.
El general Castro pudiera dar una vuelta de tuerca. Convocar a un sufragio donde el pueblo decida libremente si desea mantener el sistema actual o se decanta por una democracia representativa. Poco pierde. En caso de derrota, el gobierno puede hacer política desde la oposición. Es cierto que se podrían abrir un sinnúmero de pleitos jurídicos por expropiaciones ilegales y violaciones de derechos humanos en los últimos 54 años. Pero la edad actual de los hermanos Castro y su estado de salud los indultaría de ir a prisión.
El régimen asegura que cuenta con el apoyo de la mayoría de los cubanos. Nada mejor que ponerlo a prueba con una consulta popular.