Mientras el general Raúl Castro, presidente elegido a dedo por su hermano Fidel, estrechaba la mano del mandatario estadounidense Barack Obama en el funeral de Estado a Nelson Mandela en Johannesburgo, los servicios especiales y fuerzas combinadas de la policía montaban un fuerte operativo en los alrededores de la casa del disidente Antonio Rodiles, director de Estado de Sats, un proyecto donde concurren las diversas vertientes políticas y ciudadanas que conviven en el ilegal mundillo de la oposición cubana.
También el 10 de diciembre, cuando titulares de medio mundo destacaban el inédito apretón de manos de los dos mandatarios, los tipos duros de la Seguridad del Estado reprimían a activistas en la región oriental de la isla, detenían a una veintena de damas de blanco en La Habana y a decenas de opositores en el resto del país. Todo esto acontece bajo la indiferencia del cubano de a pie, cuyo objetivo central es intentar llevar cada día dos platos de comida a la mesa. Ni para el bodeguero de la esquina, el taxista particular o personas que esperaban el ómnibus en una concurrida parada, el saludo fue una noticia más.
El régimen sabe que un porciento elevado de la población permanece en las gradas, observando el panorama político nacional. Lo de la gente es subsistir, emigrar o ver la forma de montar un timbiriche que le permita ganarse unos pesos. Entre tanto, los autócratas verde olivo piden a gritos negociar. Pero con Estados Unidos. No les importa, por ahora, sentarse a dialogar con una oposición que tiene un mérito incuestionable: el valor de disentir públicamente dentro de un régimen totalitario.
Ha pagado su precio. Años de cárcel, destierro y represión. Pero ni el derecho que le corresponde, de ser considerada una fuerza política, los actos de repudio y golpizas, han cimentado un estado de opinión favorable dentro de una mayoría de ciudadanos disgustados con la pésima gestión gubernamental de los Castro a lo largo de 55 años. Ahí está la clave. Por estar enfocada hacia el exterior, la disidencia no cuenta con apoyo popular, con mujeres y hombres que ante las burdas arbitrariedades del régimen, se tiren a la calle a protestar. Esa debilidad es la que permite a las autoridades no tomarla en cuenta.
No creo que se le deba dar un apretón de manos a un gobernante que reprime a quienes piensan diferente. Este 10 de diciembre se cumplen 65 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la cual Cuba es signataria. Ninguna estrategia política de alto vuelo ha dado frutos tras una serie de pasos que han tomado países democráticos intentando insertar a Cuba.
Ni las Cumbres Iberoamericanas o estar al frente pro tempore de la CELAC han impedido que el gobierno de La Habana siga reprimiendo con leyes y violencia física a los disidentes. Fidel y Raúl Castro se han burlado olímpicamente de todo y de todos. Rubricaron los Pactos de los Derechos Económicos, Culturales, Políticos y Civiles, en febrero de 2008 y después no los ratificaron.
Cuba es el único país del hemisferio occidental donde la oposición es considerada ilegal. Y la única nación que no convoca a elecciones libres para elegir a sus presidentes. Cuba no es una democracia. Obama bien lo sabe. Si detrás de ese apretón de manos, el segundo en medio siglo de un presidente de Estados Unidos (el primero fue el de Bill Clinton a Fidel Castro, en la Cumbre del Milenio, en Nueva York, el 6 septiembre de 2000), existe un mensaje discreto de futuras negociaciones que derogue el embargo o mejore las relaciones entre los países, la gente de a pie y un sector de la disidencia no lo vería mal.
Puede que el saludo no pase de ser algo protocolar y puntual. O quizás un cambio de política de la Casa Blanca. Los gringos siempre han sido muy pragmáticos. En una negociación seria, ambas partes deben ceder. La mala noticia es que el régimen aparenta cambios, pero sigue reprimiendo a los opositores. Diplomacia por un lado, palos por el otro.