Por: Iván Petrella
A solo unos meses de las elecciones presidenciales, la gran discusión política pasa entre prorrogar cuatro años más de kirchnerismo o apostar a otra alternativa: detrás de la consigna “continuidad o cambio” se esconde nuestro destino próximo como país. Pero, ¿qué contenido hay detrás del binomio? Intentar responder a esta pregunta es de una importancia enorme en la Argentina de hoy.
En su sentido más básico, continuidad y cambio refieren al apoyo o la crítica de los lineamientos políticos y económicos del actual gobierno. Sin embargo, muchos de los que dicen querer un cambio reconocen aciertos del Gobierno, tales como la asignación universal por hijo o el matrimonio igualitario. Del mismo modo muchos de los que quieren la continuidad del kirchnerismo no niegan la necesidad de modificaciones para solucionar problemas como la falta de empleo, la inflación o la inseguridad. Considerada bajo este lente, la discusión del cambio y la continuidad parece tan solo una cuestión de grados.
La realidad es que las grandes diferencias entre continuidad y cambio no se encuentran en el apoyo o no a una serie de políticas públicas. Eso hace parecer como si la cuestión fuera de índole técnica y no es así. Las diferencias se hallan, de manera más profunda, en dos actitudes ante la actual estructura política y discursiva del país.
En este nivel más profundo, hay una actitud conservadora, la de continuidad, que se empeña en que siga gobernando alguna expresión del partido justicialista. El kirchnerismo y sus principales figuras son parte de una corporación política que gozó del monopolio del Estado durante casi la totalidad del tiempo desde la vuelta de la democracia. Esa corporación se sentó en el sillón de Rivadavia durante veintitrés de los últimos treinta y dos años y gobernó veintinueve de los últimos treinta y dos años en la provincia de Buenos Aires. Además, mantuvo y mantiene hegemonía absoluta en varias provincias. Les sobró tiempo en el poder, lo que les faltó fue coherencia con una visión de país: los actores del neoliberalismo noventista y del progresismo de la “década ganada” son los mismos y no titubean a la hora de defender posturas diametralmente opuestas. Hoy la continuidad es seguir siendo gobernados por un grupo que le da más importancia a aferrarse al Estado que a empoderar a los más necesitados.
La continuidad también es conservadora en la medida en que plantea un discurso del miedo. Se insiste una y otra vez con que un triunfo opositor desmantelaría aquello logrado por el gobierno. En un caso extremo y disparatado, se dijo que no habría más medicamentos para portadores del VIH. Mensajes de este tipo se repiten: no habrá jubilaciones, se echará a los empleados del Estado y no tendremos ni AUH ni planes sociales, más allá de que ninguna de todas estas posibilidades se deduzca de las opiniones o las acciones de los opositores. Hoy, el discurso de la continuidad propone poco de positivo. No vislumbra nuevos horizontes e instala temor respecto de lo que podrían hacer los demás.
Como si esto ya no fuera mezquino y conservador, la continuidad se basa en mirar siempre hacia atrás. Específicamente, la referencia se ancla en el estallido de diciembre de 2001 y en el final del gobierno de la Alianza. Poco a poco, el relato oficialista ha dejado de mirar al futuro para centrarse únicamente en la narración de un pasado trágico que ellos habrían logrado superar. Más allá de la conveniente lectura histórica que describe su llegada al poder en 2003 y en igualar falsamente esos días con la realidad del caos del 2001, hay pocas cosas más conservadoras que atemorizar a la ciudadanía evocando una crisis pasada. Es el mensaje que sirve como encierro funcional para quienes están cómodos con el estado actual de las cosas.
Finalmente, la continuidad es que continúen los mismos problemas. Pensábamos que habíamos resuelto el flagelo de la inflación, pero no fue así. Pensábamos que habíamos logrado solucionar la cuestión de la deuda, pero, nuevamente, tampoco fue así. A pesar de contar con los términos de intercambio más favorables de nuestra historia, no logramos reducir la pobreza, llegar con servicios básicos a los hogares más vulnerables del país, ni mejorar la educación. Ante esta realidad, la continuidad niega el problema o le echa la culpa a otro. El problema no es tener problemas, todos los países los tienen, el problema es que son siempre los mismos.
Si entendemos así a la continuidad, el cambio aparece delineado de manera muy clara. En primer lugar, cambiar significa no cerrar el grupo de los que nos gobiernan. Hoy, muchos de los políticos preeminentes de las últimas décadas actúan solamente para mantener el poder. Un buen ejemplo de esta supervivencia a toda costa se vio en el último año en la provincia de Buenos Aires: gran cantidad de dirigentes que habían sido incondicionales del kirchnerismo decidieron apoyar a Sergio Massa, para después, ante su baja en la encuestas, volver al oficialismo, como si nada hubiera pasado. Contra esta actitud, cambiar es abrir la toma de decisiones a políticos que no entiendan el poder como una posesión a cuidar, sino como la herramienta para mejorar la realidad.
En segundo lugar, optar por el cambio es optar por dejar atrás el discurso del miedo y adoptar un discurso de lo posible. En vez de ser conservadores y aferrarnos a lo que tenemos, significa avanzar a partir de lo ya logrado, abrirnos a pensar en lo que podemos tener y en cómo alcanzarlo. Que la política no se limite a conservar lo que ya está hecho, sino que, con creatividad y capacidad, se ocupe de pensar cómo hacer realidad todo lo que falta. El discurso del miedo busca cerrarse sobre lo que tenemos para que nadie mire un poco más allá, mientras que el discurso de lo posible quiere que, construyendo sobre lo construido, empecemos a trabajar pensando en cuánto mejor podríamos estar.
En tercer lugar, cambiar es levantar el ancla que nos amarra al pasado, no mirarnos más en el espejo conformista de la crisis de 2001, sino encarar hacia donde queremos estar en cinco, diez o veinte años. Hace un tiempo, el kirchnerismo pensaba este tipo de cosas. Cristina Kirchner decía que para el futuro de Argentina le gustaba un modelo de país como Alemania y a ese modelo solo se pudo llegar con declaraciones absurdas basadas en números de pobreza que nadie cree. Hoy, la continuidad obliga a no levantar la cabeza, a no aceptar que avanzamos mucho menos de lo deseado. Cambiar es hacerse cargo de eso, proponer una visión de futuro y no conformarnos con pensar que alguna vez estuvimos peor.
Finalmente, el cambio significa encarar la búsqueda de soluciones a desafíos pendientes sin prejuicios, con la mirada puesta no en ganar una discusión ideológica, sino en mejorar la calidad de vida de los argentinos. El eje de la discusión en torno al manejo de Aerolíneas Argentinas, para dar un ejemplo, no pasa por si debe ser privada o estatal, como les preguntaba Mariano Recalde a sus contrincantes en un debate electoral, sino por cómo conectar mejor al país, con todo lo que eso implica para la creación de trabajo y el desarrollo de las economías regionales. El cambio es dejar atrás los dos guiones facilistas de las últimas décadas, el noventista y el progresista, y enfrentar los problemas en su actualidad.
No niego que la corporación política que domina el país y que tiene al kirchnerismo como su expresión más reciente haya tenido, en el pasado, la épica de la revolución, el anhelo de cambiar la realidad. La tuvo al incorporar masas excluidas al proceso democrático y a las bondades del consumo, al forjar una conciencia popular y al consolidar nuevos derechos sociales y sexuales. Esos logros son la base sobre la cual hay que construir. Hoy, sin embargo, ese mismo espíritu de transformación e inclusión social se encuentra en el cambio. La continuidad es seguir encerrados con la misma corporación política y su apología del statu quo. Es el conservadurismo al extremo. Elegirlos nuevamente sería, creo, conformarnos con demasiado poco.