Ha finalizado el 2015. Fue un año intenso. Es probable (así lo deseamos, así lo necesitamos) que haya marcado un punto de inflexión en la historia argentina.
Habíamos señalado, desde el comienzo del año, que existía una voluntad de cambio en nuestro país y que eran muchos los signos que indicaban la llegada de un fin de ciclo.
Pero gran parte de la sociedad, al tiempo que reclamaba ese cambio, era escéptica respecto de su efectiva posibilidad de concreción. Es que doce años de kirchnerismo habían generado cierta sensación de invulnerabilidad.
Recordemos que uno de los primeros acontecimientos políticos de 2015 fue la Convención de Gualeguaychú de la Unión Cívica Radical (UCR), que permitió la conformación de Cambiemos. Ahora lo vemos en retrospectiva como algo natural y necesario, pero nada indicaba antes que ese acuerdo pudiera aprobarse.
Había todavía muchos dirigentes radicales que exhibían cierta desconfianza hacia Mauricio Macri y el PRO. Fue la tarea titánica de Ernesto Sanz la que logró volcar a la mayoría de la Convención hacia ese acuerdo. Los argentinos asistimos a un ejercicio infrecuente: el de la deliberación pública de un partido político y la adopción por rigurosa decisión democrática de un rumbo estratégico.
Ese entendimiento fue importante. El radicalismo no tenía un candidato presidencial con la importante intención de voto y trayectoria de Macri; el PRO, por su parte, ganó inserción territorial por la centenaria presencia de la UCR en cada pueblo de la república. Desde luego que, también resultó esencial la conjunción, junto a esas fuerzas, de la Coalición Cívica de Elisa Carrió, con un potencial electoral menguado, pero con una relevante carga simbólica por su constante defensa de los valores constitucionales y su implacable denuncia de la corrupción.
Las elecciones provinciales fueron marcando el tono del cambio. En la ciudad de Buenos Aires, siempre sorprendente y reacia a encasillamientos rígidos, la disputa tuvo una intensidad mayor a la esperada. Los porteños, finalmente no dudaron en convalidar ocho años de cambios positivos y le dieron la jefatura de Gobierno al principal colaborador de Macri durante todo ese tiempo, dotado de una increíble capacidad de trabajo y gestión, Horacio Rodríguez Larreta.
Los importantes triunfos de Alfredo Cornejo en Mendoza y de Gerardo Morales en Jujuy dieron una muestra cabal de la matriz federal de Cambiemos. El kirchnerismo, además, fue derrotado a manos del peronismo disidente en San Luis, La Pampa y Chubut, de UNA en Córdoba, provincia cuyo comportamiento electoral en las presidenciales fue clave en el triunfo de Mauricio Macri y de Progresistas en Santa Fe.
Pero no hay duda de que la nota más destacada de los distintos turnos electorales locales la constituyó el triunfo de María Eugenia Vidal, una mujer joven, fresca, honesta, que ya había demostrado una excepcional capacidad de gestión en la ciudad de Buenos Aires y que, representando la contracara de Aníbal “La Morsa” Fernández, puso fin a 28 años de hegemonía peronista, signados los últimos ocho por un contundente fracaso que dejó una provincia devastada y con las arcas vacías. También allí había llegado la hora del cambio.
En las PASO, como era de prever, el candidato oficialista obtuvo el primer lugar, pero ya se advertía que le resultaría muy difícil obtener votos independientes. La buena perfomance de Cambiemos en la primera vuelta señalaba que la alternancia no sólo era posible, sino probable.
A los indudables méritos de quien a la postre resultó ganador, postulando un país para todos, sin grietas artificiales, con desarrollo económico y equidad social, al amparo de la Constitución y las leyes, hay que agregar los errores de la campaña oficialista. Cuando Daniel Scioli más debía separarse del tronco duro del Frente para la Victoria (FPV), más se kirchnerizaba, apelando incluso a un discurso agresivo muy alejado de su habitual retórica vacía.
Mientras tanto, todos los indicadores económicos empeoraban, como consecuencia de una administración inepta que no atinaba a enderezar el rumbo y que quemaba las naves de manera irresponsable. Alta inflación, estancamiento, pérdida permanente de reservas del Banco Central son algunos de los legados del populismo autoritario, además del alarmante atraso en infraestructura, energía, telecomunicaciones, etcétera.
A ello debe sumarse (como causa y como consecuencia) el penoso aislamiento internacional de la Argentina. Pero el cambio ya empezó. Por eso, 2015, el año de la gran incertidumbre, termina siendo el año de la esperanza.