Parecería que algunos añoran el relato. No me refiero a los kirchneristas residuales, esos que practican una ilusoria “resistencia” y llegan con su jefa a Comodoro Py como si protagonizaran el desembarco en Normandía. De ellos no se puede esperar otra cosa. Más asombrosos son quienes votaron a Cambiemos y desearían que el anterior relato fuera sustituido por uno macrista. Atribuyen esa supuesta falencia a errores de comunicación y ciertas voces mencionan un déficit de liderazgo presidencial.
No han comprendido el cambio y no advierten que este ya empezó. Si algo implica una ruptura con el pasado que dejamos atrás el 10 de diciembre, es que no tenemos, ni queremos tener, liderazgos mesiánicos, que todos los días, desde la pantalla, a la manera del Gran Hermano orwelliano, nos adoctrinen.
El de Mauricio Macri es un liderazgo democrático, republicano, abierto, que no se pretende infalible y, por ende, sabe escuchar. Un liderazgo que se permite la rectificación cuando está convencido de algún error. Un liderazgo que busca persuadir, antes que imponer.
No hay, a Dios gracias, un relato imperativo y cerrado desde el vértice del poder. Pero eso no significa que no haya un rumbo claro. Quienes quieran un relato —en el buen sentido de este término— deberían prestar más atención a los hechos que a las palabras. De las decisiones que toma el Gobierno de Cambiemos surge nítido un hilo conductor que les da sentido. No son capítulos aislados, sino que se enmarcan en una estrategia centrada en el futuro, que no se aparta del camino para perder tiempo en discusiones históricas o semánticas. Es un lujo que la Argentina, cargada de problemas, no puede darse.
Veamos, por ejemplo, la cuestión económica. Se hizo primero lo que resultaba prioritario: reinsertarnos en el mundo. No hay despegue posible con un país en default, que no acepta pagar, no ya los compromisos asumidos al emitir deuda pública, sino tampoco sentencias firmes dictadas por tribunales elegidos por el propio Estado argentino. Muchos años de extravíos se recompusieron en cuatro meses. El levantamiento inmediato del cepo y de otras absurdas restricciones económicas tiene el mismo objetivo: volver a ser un país normal.
Los pasos dados en ese sentido fueron de una admirable celeridad. Hubo los dos factores necesarios para el éxito de esa empresa: voluntad política en el Presidente y excelencia profesional en los equipos que intervinieron. La desconfianza del mundo se trocó en confianza cuando se percibió un nuevo clima de seriedad. La demanda por los bonos que emitirá el Gobierno nacional para pagarles a los holdouts superó las previsiones más optimistas.
Ahora, verdaderamente, empieza el partido. Con un fuerte aliento a las inversiones de mediano y largo plazo, para poner al día una infraestructura y unos servicios públicos devastados durante la década despilfarrada, y, sobre todo, para poner en marcha las enormes energías creativas de nuestra sociedad y crear empleo genuino y de calidad, único camino real para mejorar las condiciones de vida de la gente y alcanzar una verdadera inclusión social.