Jorge Lanata acuñó hace un tiempo, con la capacidad de síntesis de los periodistas talentosos, la expresión “la grieta” para definir a esta Argentina dividida en sectores aparentemente irreconciliables que vivimos desde el advenimiento de los Kirchner al Gobierno nacional (y en especial desde la primera Presidencia de Cristina Kirchner).
Como lo ha recordado esta semana el profesor Luis Alberto Romero en un lúcido artículo en La Nación, la grieta tiene orígenes muy antiguos en nuestro país. Gran parte de la historia argentina está atravesada por tales divisiones: morenistas y saavedristas, federales y unitarios, conservadores y radicales, peronistas y antiperonistas, etcétera.
Se podría refutar esa visión negativa del problema señalando que en todos los países democráticos la sociedad se divide de acuerdo con diversas tendencias ideológicas, y que en los de democracias más consolidadas tales divisiones suelen expresarse binariamente: laboristas y conservadores en Gran Bretaña, demócratas y republicanos en los Estados Unidos. Y, sin embargo, esos fraccionamientos no son vistos de un modo peyorativo, sino más bien de la manera contraria: como la mejor evidencia de sociedades plurales y abiertas.
Pero nuestra grieta expresa otra cosa. Entre laboristas y conservadores, demócratas y republicanos, hay alternancia. También hay acuerdos parlamentarios. En general, pese a que muchas veces los debates pueden ser muy arduos, existe un sentido del fair play. Ese sentido se funda en que todos los actores políticos reconocen la legitimidad de los demás. En la Argentina agrietada, el kirchnerismo se presenta a sí mismo como único representante legítimo del pueblo.
Esa es la diferencia sustancial de la grieta con otro tipo de divisiones, legítimas y enriquecedoras, que las sociedades abiertas albergan. Cuando una corriente política se piensa a sí misma como la encarnación de la voluntad popular, de la patria o de la nación, es natural que entienda que otras que compiten con ella son enemigas del pueblo, de la patria o de la nación. La consecuencia inevitable de tal enfoque es que, aunque esa corriente política haya sido elegida en elecciones democráticas intachables y alcanzado el poder con amplias mayorías, el Gobierno que lleva adelante es esencialmente ilegítimo.
Por eso, ya desde las primeras horas del Gobierno de Mauricio Macri varios voceros del kirchnerismo lo calificaron de dictadura y muchos de ellos, aun sin recurrir a ese término, convocan a la resistencia, como si se tratara de una fuerza extranjera de ocupación o de un gobierno de facto. En la democracia, los partidos opositores controlan al Gobierno, lo critican y proponen planes alternativos, además de acordar con él cuando así lo estiman conveniente para los intereses del país. Pero no resisten. Usar esa palabra, que evoca tantas luchas libertarias —como la de los franceses contra la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial—, en el contexto de un sistema democrático es malversarle absolutamente su significado.
“Nadie es la patria, pero todos lo somos”, escribió Jorge Luis Borges en un poema. La patria es la suma de todas las personas que habitan un espacio soberano. Nadie por sí solo representa a todo el pueblo. Esa concepción unanimista, que se nutre de conceptos arcaicos y falsos como el del ser nacional, se halla en las antípodas de la genuina democracia y se emparenta con doctrinas que justificaban las monarquías absolutas. Ninguna persona o partido puede pensar, aunque así no lo diga, la frase que se atribuye a Luis XIV: “L’État c’est moi”.
Mientras persista esa concepción, será difícil cerrar la grieta. Es imprescindible que todos los actores políticos admitan que los otros son legítimos, que por tener ideas distintas no son enemigos de la patria, sino personas que persiguen el interés general del modo en que lo creen mejor. Se trata de modificar pautas de conducta con largo arraigo en nuestra comunidad. El Gobierno de Mauricio Macri está dando claros ejemplos de cambio. Entre otras cosas, ha hecho del diálogo un ejercicio permanente. Dialogar con quien piensa distinto no es un síntoma de debilidad, sino de fortaleza. Expresa una idea de la pluralidad de la democracia, pero también parte de reconocer que todos somos falibles y que escuchar las razones del otro nos puede permitir corregir errores.
La grieta tiene una larga historia en la Argentina. Ya es hora de comenzar a cerrarla, no para que todos pensemos lo mismo, sino para que el rumbo general del país no se sustente sobre un único sector, sino que incorpore la enorme variedad de matices que enriquecen la vida social. La democracia no termina el día de las elecciones. En ese momento recién comienza.