Se impone diferenciar entre un mojón urbano que conmemora una visita histórica, la Cruz del Papa, de esta pretensión de apropiarse de un espacio público para convertirlo en un virtual templo al aire libre.
Si hay algo que caracteriza a la concepción republicana del Uruguay, es su clara definición laica. Asumida ya en 1876 por la reforma vareliana con la escuela laica, gratuita y obligatoria (aún en tiempos en que la Constitución establecía a la católica como religión del Estado), esa concepción se fue progresivamente afianzando hasta que, en 1917, el texto magno separó Iglesia y Estado.
Naturalmente, ese proceso fue el resultado de encendidos debates. Una iglesia dominante, que incluso apostrofó del modo más feroz aquella reforma escolar fundamental para nuestra democracia, era enfrentada por un movimiento laico que exhibía el inevitable radicalismo que imponía el debate con aquella hegemonía. El anticlericalismo era la respuesta natural ante un clericalismo que hasta se oponía a que niños y niñas convivieran en las mismas aulas, por temor al pecado.
Los tiempos han cambiado, los debates se han ido acallando, un clima de mayor tolerancia permitió una exitosa convivencia y quienes defendemos como fundamental la laicidad del Estado, hemos asumido la concepción que nuestro liberalismo impone. Por eso mismo, en lo personal, puedo recordar que, en su momento, en el ejercicio de la Presidencia, propusimos la permanencia de la cruz erigida en ocasión de la visita de Juan Pablo II. O algo tan trascendente como legalizar la presencia de la Universidad Católica, nacida de un modo discutible en el final de la dictadura. Este proceso se registra con precisión en el libro El Uruguay laico, que dirigió el historiador Gerardo Caetano.
En nombre de esa concepción estrictamente liberal, hemos cuestionado, sin embargo, intentos reiterados de la Iglesia Católica por avanzar en terrenos reñidos con nuestro sistema. En ese terreno se ubica la propuesta de erigir una estatua de la Virgen María en la Aduana de Oribe. La propia Iglesia ha explicado que su iniciativa responde a una práctica religiosa, el rezo colectivo de un rosario, que se viene realizando una vez al año en ese lugar. Al principio era poca gente, luego ha sido más y se ha instaurado pacíficamente esa práctica. En nombre de su libertad, un grupo de católicos va allí a rezar y nadie puede objetarlo. Instalar allí, en cambio, una imagen religiosa es transformar ese espacio público en un ámbito religioso, transformarlo prácticamente en una iglesia al aire libre. Esto sin duda hiere la neutralidad del Estado, su imparcialidad ante las diversas concepciones religiosas.
La llamada Cruz del Papa es otra cosa muy distinta. La ley 15870, de julio de 1987, dispuso su mantenimiento “en calidad de monumento conmemorativo”. O sea que es un registro histórico: la conservación de una traza material de la primera visita de un papa al Uruguay, jefe de Estado del Estado Vaticano, con el cual tenemos relaciones diplomáticas, y líder espiritual de la religión mayoritaria en el país. No se trató entonces de consagrar a la religión un espacio público, sino de conmemorar un acontecimiento histórico importante para una república liberal, plural y tolerante.
Ahora estamos ante un caso bien distinto y el cardenal Daniel Sturla, que trata de recuperar (y lo comprendemos) el brío algo disminuido de la Iglesia Católica, se equivoca cuando va más allá. Incluso acusa de anticlericalismo a quienes discrepan con su propuesta, sin advertir que justamente él está cayendo en un clericalismo que hiere la concepción republicana de nuestra democracia. Por este camino, en vez de reforzar la visión contemporánea de laicidad que se ha ido desarrollando, marca un retroceso. Incluso quienes hemos ido avanzando en esa dirección reaccionamos ante lo que vemos como una violación de la neutralidad del Estado, como un intento de exhibir un retorno de la Iglesia Católica a un espacio público que no le es propio y que es el más visible de la ciudad capital. Instalar ese monumento no es necesario para la práctica libre de la religión, que el país respeta y respetará siempre; se trata, lisa y llanamente, de transformar, simbólica y hasta políticamente, un terreno del Estado en un espacio que se consagra a la práctica de una religión particular.
Se invoca como precedente una estatua a Iemanjá, que sin duda es discutible, pero que no es un lugar de culto y obviamente no posee la carga simbólica de la Iglesia Católica. Se menciona una estatua a un rabino, como si ya no la hubiera, con justicia, al padre Larrañaga. Se trae a colación a Confucio, que no es una divinidad y ni siquiera un líder religioso, sino un filósofo, un moralista. Ninguno de esos presuntos precedentes impone un cambio en la concepción del país. El cardenal dice que esto pasa porque es la Iglesia Católica y en parte tiene razón, porque ella fue oficial y hegemónica, como no lo fue ninguna otra; cuando ahora se excede en sus propuestas, parece asumir una actitud de revancha frente al largo proceso de secularización que ha vivido el país.
Los uruguayos vivimos en libertad todas nuestras creencias. Hace mucho tiempo que las pasiones no nublan la visión de estos temas. La Iglesia Católica debe entender que por este camino sólo generará reacciones adversas, alterará el clima de convivencia que la sociedad uruguaya se ha ganado.