Un texto de enseñanza no es lo mismo que un ensayo académico. Aquel, a diferencia de este, debe aspirar a la imparcialidad dentro de los principios filosóficos que informan nuestro orden institucional.
Recientemente, en el prestigioso Liceo Juan XXIII se realizó un acto público presidido por numerosas autoridades religiosas y de la educación para presentar un libro titulado La ignorancia de la ley no sirve de excusa, escrito por un profesor y un grupo de alumnos de la institución. Es una obra amplia, de más de seiscientas páginas, que se define como un “texto de estudio para la asignatura Derecho y Ciencia Política”.
Es muy importante partir de esa base. No se trata de un ensayo, producido en el vasto espacio de la libertad de expresión del pensamiento, sino de un texto dirigido a alumnos, a los que debe respetarse en su formación moral y cívica. La imparcialidad debe presidir, entonces, la exposición de los temas a partir, naturalmente, de la asunción inequívoca de los principios liberales que consagra nuestra Constitución de la República.
Es un trabajo serio, doctrinario, cuyos autores merecen todo el respeto a su esfuerzo. Por lo mismo es que nos permitimos establecer algunos puntos de vista discrepantes que, a nuestro juicio, hieren la necesaria imparcialidad del manual de estudio, lo que podríamos denominar laicidad en un sentido amplio, más allá de lo religioso. Se dice en el texto, con razón: “Un país laico debe garantizar el acceso a esos derechos básicos sin hacer distinciones entre creencias políticas, religiosas o filosóficas”. Sin embargo, se asume la peligrosa tesis de que ese respeto a opiniones diversas “no significa que el docente entre en una neutralidad ideológica, es decir, en no tomar partido por ideas o valores determinados. Lo que debe hacer es respetar el derecho del otro de pensar diferente”.
El docente está ubicado en un rol social e institucional preponderante frente al alumno. Respetar su posible pensamiento diferente empieza por no asumir posiciones parciales y ser realmente “neutral”. Lo único dogmático son las definiciones fundamentales de nuestro Estado de derecho. Allí sí no hay neutralidad, porque es obligatoria la formación cívica en aquellos principios básicos de nuestra organización. Explicar que existen otros, de acuerdo, pero siempre desde la base de asumir como propios los de nuestro sistema.
Esta definición presupone una actitud de mucho equilibrio. Por ejemplo, al explicar los mecanismos de la democracia directa, se ejemplifican los plebiscitos con el de la baja de la imputabilidad. Se emplean unas tres páginas y queda claro que los únicos argumentos calificados como “sustantivos” son los del “no”. En cambio, cuando se describe el fenómeno del referéndum, no se emplean ejemplos: bien podría ubicarse el de la ley de caducidad, fundamental en la transición uruguaya. Lo que ocurre es que los autores claramente se inclinan en contra de esa ley y por eso mismo ese pronunciamiento pacificador, tan pacificador como la amnistía a los tupamaros —de la que no se habla— queda desvanecido. Es un modo sutil, pero rotundo, de influir sobre el alumno.
En el tema de los medios de comunicación, se sostiene abiertamente una posición reguladora de estos sobre la base de que detentan un poder dominante. Se describe que, según la concepción marxista, los medios suponen la posibilidad de una construcción hegemónica y se menciona una investigación nacional que abonaría esa tesis. Esto es muy peligroso y especialmente está reñido con la pluralidad enorme de nuestro sistema de comunicación. La cantidad de diarios, radios y canales de televisión al alcance del ciudadano es multitudinaria. Hoy día, incluso, es muy difícil su subsistencia por esa enorme competencia. Que la legislación prevenga abusos y sancione delitos cometidos en el empleo de esos medios nadie puede discutirlo, pero ir más allá terminará comprometiendo libertades que son esenciales. Es lo que ha pasado en los regímenes socialistas, populistas o fascistas.
Se considera un error conceptual “librar la regulación de medios a la [ley] del mercado”. Es un modo falaz de plantear el tema, porque no se trata simplemente del mercado, sino de la libertad de expresión del pensamiento y de la libre opción de la gente. Últimamente, se ha visto claramente en Argentina cómo el Gobierno kirchnerista intentó dominar los medios induciendo a que la mayoría de estos fuera adquirida por empresarios amigos y de qué manera la audiencia se corrió a los pocos espacios independientes, que, pese a ser escasos, tuvieron una enorme acogida.
Se afilia luego el texto a la tesis del derecho a votar de los uruguayos residentes en el exterior. En ese contexto se pregunta: “¿Qué está pasando en nuestro país que cuesta tanto avanzar en este sentido?”. Pues bien, lo que está pasando es que la “República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes comprendidos dentro de su territorio” (artículo 1º de la Constitución). La integran quienes, aun sin ser ciudadanos, viven aquí y gozan de las garantías de la Constitución. No la integran, según el código magno, quienes no están en nuestro territorio. Cosa que incluso se le exige al ciudadano, hijo de padre o madre uruguayos, que sólo adquiere su condición de ciudadano natural por el hecho de “avecinarse” en el país. Podrá discutirse, pero ese es nuestro derecho y se basa en una realidad: los ciudadanos en el exterior votan, normalmente, de un modo diferente, pues responden a un ambiente distinto.
En el tratamiento de la transición hacia la democracia es donde claramente este texto asume una posición militante, desde un punto de vista absolutamente parcial, incompatible con su condición de texto curricular. Se asume, con razón, que la dictadura cometió horrendos ataques a los derechos humanos. No se menciona por ningún lado que ellos fueron precedidos de otros crímenes, en muchos casos de idéntica naturaleza, por “organizaciones políticas”, como las que en Uruguay intentaron, por medio de la violencia, derribar sus instituciones democráticas y arrastraron al país al conflicto. Ese es un escamoteo de hechos sin los cuales el proceso histórico es incomprensible. Las invocaciones a la memoria que se hacen son absolutamente parcializadas, tanto que sólo se repudia el terrorismo de Estado y no el de “organizaciones políticas” que también pueden ser responsables de delitos de lesa humanidad, conforme a la norma internacional. ¿Secuestrar a embajadores y extorsionar a una república independiente no es terrorismo? Con ese criterio, ¿la ETA no fue una organización terrorista?
Se sostiene que las leyes pueden ser retroactivas cuando se trata de derechos humanos, lo que es aberrante. Se sostiene con razón que no hay justificación alguna para ruptura del orden internacional, pero no se dice que esa ruptura fue primero intentada por la guerrilla inspirada en Cuba, que pretendía imponer una tiranía y luego, desgraciadamente, consumada por militares que, naturalmente, carecen de todo eximente para su atropello.
Nos preocupa, honestamente, que a jóvenes liceales se les esté inculcando una visión torcida de un proceso de transición notable, que nos permitió vivir en paz y libertad desde el 1º de marzo de 1985 hasta hoy. Que no sufrimos rebrotes de violencia como vivió la Argentina ni tuvimos que soportar la convivencia con el dictador como pasó en Chile. Nadie ha sostenido que no haya que buscar la verdad ni borrar la memoria. Lo que sí sostenemos —y así lo ha dicho la mayoría de este país— es que el perdón generoso y amplio suele ser el camino para reencontrarse con la paz y gozar plenamente de los derechos humanos. Los traicionan quienes reclaman justicia para unas violaciones y olvido para otras, quienes clasifican muertos según ideología. En el terreno filosófico todo es discutible, pero en el de nuestra historia hay dos cosas incuestionables: que las amnistías fueron eficaces y evitaron toda recaída de las agresiones a la institucionalidad, y que ello fue aprobado por una ciudadanía que ratificó por dos veces con su voto la ley de caducidad. Golpearse el pecho cuando nada se hizo para reconquistar los derechos humanos y condenar sólo a una parte de sus enemigos es el modo más perverso de agraviarlos.