Hay quienes todavía no asumen la importancia del tema, las implicancias que supone, mucho más allá del episodio puntual. No advierten cabalmente que ese principio, establecido en el artículo 5º de la Constitución, es uno de los fundamentos cardinales de nuestra organización republicana y que hoy, más que nunca, debemos celosamente custodiar. Es más: la propia Iglesia Católica ha considerado que la laicidad está en el ADN de nuestro país y por eso organizó, el pasado noviembre, una importante asamblea bajo el título “Atrio de los gentiles”. Allí participamos ciudadanos de variada orientación filosófica en un clima de libertad y tolerancia amplio y fecundo.
Debe seguirse profundizando la reflexión y por eso ha resultado particularmente oportuno el planteo que realizara el diputado Ope Pasquet en la Cámara de Diputados. Con racionalidad y sin fanatismos, el país entero debe mirar con serenidad esta cuestión que, como veremos, ha adquirido una relevancia formidable.
En nuestro medio ya no se discute que el Estado laico no es contrario a las religiones, sino neutral ante ellas, imparcial. La libertad de la actividad religiosa es amplia y garantizada para todos dentro del cuadro general de libertades del país. El Estado los exonera de impuestos sobre sus propiedades o sus actividades educativas, como expresión de una actitud de reconocimiento. Incluso se han dado avances significativos hacia una laicidad más amplia, como fue la instalación de la cruz conmemorativa de la visita del papa Juan Pablo II y de la Universidad Católica.
Es oportuno precisar que la tan mentada cruz se estableció por ley. O sea que, tratándose de derechos fundamentales de base constitucional, es la ley quien debe establecer cualquier regulación. No son simplemente los municipios. Esa autorización, además, definió que la cruz era un “monumento conmemorativo” de la primera visita de un papa a Uruguay. No se trata entones de un lugar de culto que usurpe un espacio público sino de una traza histórica, una recordación cívica. Lo opuesto, justamente, a la propuesta que ha motivado estos debates.
En los tiempos que corren, los desencuentros entre religión y Estado han llegado a un punto en que estamos viviendo, a escala universal, una verdadera guerra de religión. Los variados grupos fanáticos del islamismo (no sólo el Estado Islámico) le han declarado la guerra a la civilización occidental y sustentan la destrucción de sus valores básicos. Hoy está a la vista que la cuestión no puede reducirse a la simplificación del conflicto que enfrenta a los palestinos de Gaza con el Estado de Israel. Hasta ha pasado a un segundo plano frente a los atentados violentos que han sacudido a Francia, Inglaterra, España, Estados Unidos y aun nuestra vecina Argentina. Los episodios de Siria e Irak, y ahora de Libia, añaden un intento de expansión territorial que pone al mundo entero en jaque ante la amenaza de una guerra permanente.
Pensar que todo está lejos de nosotros es una ingenuidad política, pero supone algo peor, una deserción moral. Si algo faltaba para entenderlo, el reciente asesinato de un ciudadano uruguayo por su condición de judío lo revela dramáticamente. Reaparece, sin embargo, la actitud complaciente, temerosa, que trata de reducir el episodio a la patología de un individuo. No es así. Ese “loquito” pudo haber actuado por su cuenta, pero respondió a la campaña de satanización de Israel y el pueblo judío que en los últimos años se ha desatado en el mundo. Esa prédica ha logrado que jóvenes europeos, hijos o nietos de inmigrantes islámicos, se lanzaran a la sangrienta operación terrorista. Los radicales islámicos preconizan, por otra parte, que cada musulmán, esté donde esté, tiene que matar a un judío y la campaña de acuchillamientos en Israel responde a esa exhortación. Por esa misma vía es que llegó también al Uruguay, en la persona de una mente poco equilibrada, sin duda, pero un maestro, no un ignorante primitivo, sin conciencia del bien y el mal.
Este hecho revelador nos convoca, más que nunca, a prevenir que esta maligna prédica no siga avanzando, especialmente en gente frustrada, que invoca ese sentimiento de discriminación, de humillación, para pretender la justificación de su actitud criminal. Por eso la clara regla de nuestra democracia se aplica con generalidad y pone a todos en la misma condición. Si hoy es, en la rambla, una virgen católica, ¿por qué mañana no será un sitio musulmán?
Esto nos lleva a que la neutralidad del Estado debe preservarse, más que nunca, para que nadie pueda invocar preferencias o discriminaciones. Al mismo tiempo que, en nombre de nuestra democracia y nuestras leyes, la autoridad pública está obligada a la persecución de todo acto de intolerancia, toda prédica —religiosa o política, da lo mismo— que exalte la violencia o la discriminación.
Estos días han salido a la palestra centros islámicos a reclamar su pacifismo. No hay duda de que no todos los musulmanes son terroristas. Pero —a la inversa— todos los terroristas son musulmanes. Del entorno de esa religión es que nace la difusión del odio y ante ella no puede haber indiferencia. Hace un tiempo impugnamos que en la escuela pública uruguaya se aceptara que algunas niñas de familias sirias concurrieran con el velo, símbolo de una subordinación femenina que caracteriza al islamismo. No tuvimos eco, desgraciadamente, y por tratarse de uno o dos casos, allí quedó el tema. Pero de eso se trata, justamente, de principios, que si no se hacen valer en toda su dimensión, claramente, luego habremos de lamentar el avance de estas corrientes intolerantes que hoy pretenden destruir nuestra civilización.