La comunidad argentina ha comenzado a agraviarse frente a determinados fallos judiciales carentes de sentido común, alejados de la lógica, la sana crítica y el razonamiento fundado. Reñidos con las más básicas normas morales y éticas.
La corporación política y los aspirantes a integrarla sacan número para pedir la cabeza de los magistrados firmantes de estos fallos y “descubren” -treinta años después- que la pseudo-doctrina foránea y berreta conocida como abolicionismo penal, ha perturbado severamente el juicio crítico de los funcionarios que deben impartir Justicia en nuestro país.
La prensa especializada dedica horas y horas a la difusión de las sentencias y al debate entre especialistas.
Hasta los propios estudiantes de Derecho, tal vez sospechando que han sido engañados, están comenzado a dudar de las “verdades reveladas” con las que habían sido adoctrinados durante todos estos años.
Aunque extremadamente tardío, es un buen comienzo…
Pero, ¿qué hemos hecho en estas últimas tres décadas?
Aplaudir como bobos las frases inintelegibles -construídas con palabras inventadas- de los gurúes locales del abolicionismo vernáculo. Adorar a su máximo exponente y posicionarlo en la categoría de semi-dios del Derecho Penal Argentino. Hacer cola para conseguir una estampita de Michel Foucault, de Thomas Mathiesen, de Nils Christie, de Louk Hulsman, de Raúl Zaffaroni…
Instalar obligatoriamente, como si se trataran de la Tablas de Moisés, en Facultades de Derecho, Institutos de Post-grado, Consejos de la Magistratura, etc., los ridículos postulados que consideran al “delito” como una “creación política”. Que el proceso penal es una farsa de los poderosos, quienes le quitaron a los particulares el “conflicto” y la posibilidad de resolverlo entre ellos. Que la cárcel “no sirve para nada”. Que el Estado no está “legitimado” para imponer penas. Que la pena es otro “hecho político” para llenar de pobres e indigentes las “agencias” policiales y penitenciarias, para “saciar” las ansiedades de las clases dominantes frente a la “sensación de inseguridad”… Entre otras sandeces.
Los delincuentes, brindaban con champán.
Mientras tanto, los escasos “rebeldes” que quedábamos frente al nuevo catecismo laico-jurídico, éramos etiquetados como “dinosaurios”, “neo-punitivistas” o simplemente, “fachos”… El rótulo preferido de los progres para evitar la discusión de ideas.
Ahora, un soplo de aire fresco está ingresando. El abolicionismo penal, finalmente, está en tela de juicio.
Era necesario. Sobre todo luego de tanta necedad asfixiante.