Por: Sergio Abrevaya
Los porteños no hemos aprendido aún a construir consensos urbanísticos en democracia.
Nuestra historia ha demostrado que la unilateralidad nunca dudó en realizar fuertes intervenciones urbanísticas tanto en el espacio público como en el privado, reconfigurando la ciudad de Buenos Aires y su periferia, y afectando en el largo plazo los patrones de convivencia. Amparado en la fuerza de la decisión y a su propio arbitrio, ignoró la opinión de los vecinos o las objeciones de la ciudadanía respecto a obras que modificaron su entorno vital.
Un ejemplo emblemático ha sido la construcción de la Autopista 25 de Mayo que implementó desde el año 1976 el intendente de facto de la ciudad Brigadier Cacciatore según un plan pergeñado en 1971 por la dictadura anterior. Se trató de la demolición de 150 manzanas contiguas, un verdadero tajo que fracturó la ciudad, arruinó toda la franja lindante con esa traza y con el paso del tiempo fue un factor de precarización aún mayor del sur porteño.
Esa inversión gigantesca en infraestructura destinada a favorecer el tránsito vehicular individual trajo como consecuencia el emplazamiento de centenares de countries y barrios privados amurallados en el segundo cinturón del conurbano, y facilitó la migración de la ciudad de sectores medios y altos con la consiguiente pérdida de la heterogeneidad social y la integración plural que caracterizaba a la Perla del Plata. Al alentar el transporte individual, además, por omisión de alternativas de movilidad para la gente de a pie se promovió el deterioro del transporte público de pasajeros.
En 1880 la oligarquía del interior decide recortar a la ciudad de Buenos Aires de su territorio Provincial y la convierte en Capital de la Argentina, nacionalizándola de tal forma que desde su primer intendente, Torcuato de Alvear hasta 1996, la ciudad no volvió a elegir su gobernante, ya no tenía gobernador, y los Presidentes elegían al intendente que iba a dirigir sus destinos.
Así, entonces, el proyecto de ciudad, muy europea, representaba aún más la idea de ventana al mundo que el interés de sus vecinos. Ese formato político unilateral la embelleció, le construyó los edificios nacionales más hermosos del país pero sacrificó viviendas para esa inmigración que comenzaba. Así, a lo largo de 36 años, se creó y procedió a conectar el eje cívico de los tres poderes nacionales, el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, abriendo la Avenida de Mayo y las Diagonales. También se les otorgó a las respectivas plazas de cada poder del Estado una monumentalidad solo superada por los Palacios que se erigieron para asentar sus sedes. Se construyó el Teatro Colón y se consolidaron las Costaneras al norte y al sur de la zona portuaria, que pertenecían al Gobierno Nacional. Buenos Aires era una pieza del proyecto nacional, y al revés que sus hermanas contemporáneas, no decidía su propio destino.
Es que la decisión unilateral tapa los desaciertos con la monumentalidad de los logros prácticos. La autopista resolvió la velocidad del acceso a la ciudad, y las obras monumentales le dieron imagen de gran ciudad europea, y sumamente atractiva.
En cada caso, si la participación hubiera intervenido, ¿qué habría sucedido? Con un diseño urbanístico, pensado como “plan maestro” a lo largo de este siglo, seguramente el subterráneo no habría sido solamente parte de una mirada de ciudad moderna, sino la expansión del transporte público en una gran urbe en desarrollo. Entonces hoy gozaríamos de 150 km de subterráneo y no solamente 46. Solo el pensamiento urbanístico resuelve el faltante.
Un plan no habría permitido que escasease la vivienda mientras la demanda del trabajo evolucionaba.
Aquel proyecto de la generación del 80 no había previsto el estallido demográfico que primero estableció los arrabales bonaerenses, prosiguió unas décadas después con una continua periferia, y desembocó varias décadas luego en un área metropolitana gigantesca. Esa oligarquía, no siempre porteña, pensó una ciudad hermosa, obviando la necesidad de la creciente población, que no tenía donde vivir. El fenómeno de villas en nuestra geografía, apareció a la misma velocidad que su modernización.
La estabilidad democrática y los urgentes problemas de nuestra convivencia – entre ellos la pobreza extrema, la desigualdad, el hábitat y la vivienda, la brecha educativa, las oportunidades laborales, el perfil productivo, el sistema de transporte, la violencia y la inseguridad -, reclaman la vuelta del urbanismo. Lo necesitamos las 17 millones de almas que habitamos el continuo urbano del área metropolitana, y entre ellas las 3 millones que vivimos dentro de los confines de la Ciudad Autónoma.
¿Cómo enfrentar hoy los desafíos urbanísticos para aspirar a convivir en un par de décadas en una ciudad integrada? ¿Podremos asegurar a nuestros hijos la movilidad ciudadana?, ¿lo resolveremos con soluciones urbanas que estimulen la cercanía de las viviendas con las actividades cotidianas de la gente? ¿Es posible elevar la calidad de vida de la población en una urbe en la que millones de personas se trasladan a diario desde sus residencias hacia sus actividades, saturando las posibilidades del transporte público y del tránsito?
Antes que de los urbanistas, las respuestas vendrán de la mano de la participación ciudadana, de la concertación multisectorial y de la vocación de diálogo de los gobiernos que rigen distintas porciones de territorio de la región metropolitana. El Consejo Económico y Social de la Ciudad de Buenos Aires, por caso, ha iniciado un proceso de negociación entre los diversos intereses que representan las instituciones de la sociedad civil que lo integran, para definir un perfil social y productivo porteño para las próximas dos décadas. Será un aporte en la construcción de una cultura política democrática que aborde por fin los grandes problemas metropolitanos.