La decisión

Walter Schmidt

El electorado argentino está bajo la lupa. Mucho se dice de la ciudadanía a la hora de votar por un nuevo presidente de la nación, lo que sucederá el domingo que viene.

Para algunos, el promedio de los argentinos no son exigentes ni mucho menos. Votan a un candidato por su imagen, discurso, entorno familiar, trayectoria y apenas manejan una o dos variables a la hora de elegir a un candidato por sus propuestas o por la expectativa que le genera: la promesa de resolución de sus problemas económicos (empleo, precios, crédito) o bien la realización o promesa de realización de alguna obra que beneficie al votante directamente (una ruta, un puente, un asfalto, el acceso a servicios públicos). No mucho más.

Nada de instituciones, división de poderes, una educación de calidad, mejora de hospitales y centros asistenciales, lucha contra la corrupción. Algunos consultores sostienen, incluso, que ni siquiera la inseguridad y la lucha contra el narcotráfico pesan por sí mismo a la hora del sufragio. Es la visión del “argentino” promedio, acostumbrado al empeoramiento de su calidad de vida y la calidad del Estado que debe cobijarlo.

Los defensores de la mirada del electorado consideran que los ciudadanos de este país son pragmáticos, inteligentes y que ya no compran falsas promesas sino que privilegian los hechos. Que privilegian la estructura (fortaleza del partido que lo sostiene, relaciones con el movimiento sindical y contactos internacionales) y capacidad de un candidato. Que comprenden, por la historia desde el retorno de la democracia hasta hoy que el peronismo es clave para gobernar. Y que está fresca en su memoria la experiencia de Fernando De la Rúa y “Chacho “Alvarez.

Quienes revalidan el voto argentino, admiten que el electorado, por lo general, no creen en los políticos.

Hay sobrados motivos. Primero creían en la plataforma política de un partido, donde accedían al programa de gobierno del candidato. Pero como los políticos no cumplieron (Raúl Alfonsin) con lo que decía la plataforma, dejaron de creer en ella. Después creyeron en los discursos y en la promesa del candidato. Pero como después no la cumplieron, e incluso se jactaron de no haber dicho lo que iban a hacer, sino nadie los votaba (Carlos Menem), dejaron de creerle. Mas tarde creyeron en el mensaje de los políticos a través de los medios y la sociedad decidió depositar en ellos sus esperanzas (la alianza UCR-Frepaso). Pero al ver que sólo era una construcción mediática que en la realidad era totalmente heterogénea y terminó rompiéndose, dejaron de creer en esas campañas en los medios.

Al final, ya no creen ni en las promesas escritas ni en las orales ni en los antecedentes de los políticos ni en las campañas o slogans. Se basan en los hechos y en un pragmatismo extremo: “¿Estoy mejor o peor con este gobierno?¿Puedo estar mejor o peor con este candidato opositor?

El argentino es por sobre todo conservador. ¿Por qué habría de cambiar el color político del gobierno? Ese es el dilema entre los principales candidatos a suceder a Cristina Fernández de Kirchner en la Casa Rosada. Mientras Daniel Scioli (FPV) dice “para qué cambiar, mejor retoquemos lo que está”, Mauricio Macri (Cambiemos) propone “cambio”, manteniendo algunas conquistas, pero cambio al fin.

Podríamos estar meses debatiendo acerca de lo que es y lo que debería ser la Argentina. Pero la propuesta tiene que ver más con qué parámetros tienen los argentinos hoy a la hora de votar.

En enero de 2015, cuando apareció muerto el fiscal Alberto Nisman, parecía la antesala del fin del kirchnerismo y de todo lo que fuera etiquetado con esa corriente política. Nada de eso ocurrió.

Los argentinos en nombre de los cuales se cuestiona el estado de la República, la instituciones, la falta de ética y transparencia en el Estado, el enriquecimiento ilícito, la falta de división de poderes, el contubernio entre la corporación política y la judicial, la escribanía del Estado en que muchas veces se convierte el Congreso de la Nación, la ausencia adrede de organismos de control fuertes que respiren en la nuca de los funcionarios corruptos, un plan de lucha integral contra el narcotráfico, y un largo etcétera, son los mismos que votaron con un 54% a Cristina Fernández en 2011.

Yendo mas atrás en el tiempo, esos argentinos son los mismos que votaron la reelección de Carlos Menem en 1995 y gozaron de las mieles de la Convertibillidad (1 peso = 1 dólar) viajando por el mundo hasta que el carruaje volvió a convertirse en calabaza

A menos de dos meses del fin del gobierno kirchnerista, no existe un clamor popular contra Cristina Fernández ni mucho menos. Un 30 por ciento del electorado aprueba su gestión.

De la década K, otro tercio totalmente en contra y un tercer tercio que observa cosas buenas y malas.

La oposición, en tanto, encarna no un modelo político-económico y social diferente, sino que a grandes rasgos, propone cambiar el estilo de gobierno y el modo de administrar el tesoro. Scioli y Macri tienen en su mente planes ambiciosos de infraestructura y la idea de atraer inversiones a partir de un nuevo reracionamiento con el mundo y con los organismos financieros de crédito. No hay grandes diferencias.

En ese esquema, el próximo domingo quedará reflejado si el argentino vota con el bolsillo únicamente. Esto es, oficialismo si cree que no hay crisis económica y oposición si percibe que hay en ciernes una crisis. O si por primera vez en mucho tiempo, el argentino decide darle la oportunidad a otra opción política, arriesgar.