No pude evitar el déjà vu. Me lo recordó Eduardo Suárez, profesional del mundo de la imagen, con un fino instinto para la noticia. La imagen de Hugo Chávez expulsada de la nueva Asamblea Nacional venezolana me trajo a la memoria los inolvidables episodios del fin del comunismo europeo, con las estatuas de Stalin rodando por el suelo en medio de una gloriosa polvareda.
De alguna manera, lo sucedido en Caracas es la continuación de aquellos eventos. No en vano los chavistas y sus compañeros de viaje se proclamaron los cultivadores del socialismo del siglo XXI, aunque con mucha menos violencia que los del siglo XX, pero con el mismo nivel de incompetencia y acaso más corrupción. Era la mayor cantidad de clientelismo, colectivismo y desprecio por las formas de la democracia liberal que permitían estos tiempos posteriores al derribo del muro de Berlín y el descrédito total de las supersticiones marxistas.
Ha hecho bien Henry Ramos Allup, el nuevo presidente de la Asamblea Nacional (AN), en comenzar su labor sin miedo. No sólo tiene tras sí la razón, la Constitución y los dos tercios de los escaños parlamentarios. Según una encuesta de Datincorp, el 81% de los venezolanos rechaza la convocatoria de Nicolás Maduro a desconocer las decisiones del nuevo Parlamento.
La prioridad clarísima de esa angustiada sociedad es aliviar sus graves problemas económicos, pero esa operación de salvamento comienza por hacer respetar la voluntad popular, expresada en la designación de 112 diputados, ni uno menos, y poner en la calle al centenar de presos políticos injustamente encarcelados, encabezados por Leopoldo López y Antonio Ledezma. Lo anticipó hace muchos años Andrés Eloy Blanco, el poeta nacional venezolano: “Yo le sembré los luceros/ que en el corazón tenía/ y era bueno como el día/ de soltar los prisioneros”.
Lo ha advertido con toda urgencia Felipe González. Venezuela se dirige a una situación de crisis humanitaria. El mal Gobierno ha diezmado la capacidad productiva del país, no hay suficiente comida, medicinas o dinero para importarlas, y el crédito internacional se ha terminado. Como Maduro continúa dialogando con los pajaritos, indiferente a la realidad, y como su nuevo ministro de Economía no sabe dónde tiene la mano derecha y acabará pulverizando los escombros, la única esperanza de rectificación son las medidas que pueda tomar la AN.
Esta insólita situación por la que pasa una de las naciones potencialmente más ricas del planeta se debe al guión populista por el que se ha regido el chavismo. La secuencia siempre es la misma. Primero, el gasto público desenfrenado, generado para reclutar a una legión de estómagos agradecidos, provoca una etapa de euforia económica, anormalmente prolongada en Venezuela por los altos precios del petróleo. En segundo lugar, se desata la inflación y el Gobierno responde con controles de precios y emisión creciente de moneda, lo que empeora la crisis. La tercera etapa es el desbarajuste total: desabastecimiento, aumento exponencial de la pobreza y quiebra virtual del sistema. La cuarta, en la que deberían estar los venezolanos si Maduro no fuera tan ostensiblemente ignorante, es la del ajuste. Hay que sincerar los precios, recortar el gasto público y revitalizar el aparato productivo abriéndoles las puertas a los emprendedores e inversionistas nacionales y foráneos, lo que requiere respeto por la propiedad privada y un sistema judicial confiable.
El socialismo del siglo XXI surgió con los petrodólares de la Venezuela de Hugo Chávez, bajo la pérfida dirección de los Castro y terminará con el hundimiento de ese mundillo artificial, disparatado y, sobre todo, incosteable. Afortunadamente, como sucedió con los países comunistas de Europa, el tránsito probablemente sea pacífico y por medio de elecciones que no podrán controlar. El que a urna mata a urna muere.