Argentina, sin beneficio de inventario

Claudia Peiró

Entre las muchas obviedades que salpican el discurso oficial y que debimos escuchar varias veces en estos días, está la de que “este Gobierno no generó la deuda”. Como si no lo supiéramos. La última en decirlo fue Cristina Kirchner, en la cadena nacional por la cual confirmó su decisión de avanzar hacia el default, ahora total.

Pero de esta innecesaria aclaración no se salvó ningún auditorio: en junio pasado, el ministro de Economía, Axel Kicillof, utilizó largos minutos de intervención en Naciones Unidas para contarle a un auditorio raleado, y en modo alguno interesado en el tema, la historia de la deuda pública argentina. Desde Rivadavia. Como si Vladimir Putin, en su paso por Buenos Aires, se hubiese quejado ante nosotros de los males con los que lidia en su país por culpa del zar Nicolás II…

Puertas para afuera, la Argentina es una sola, con toda su historia, y quien circunstancialmente la gobierna representa ante el mundo el todo, no una parte. No a su partido o a su facción. Asumirse como representante del todo es lo que determina el respeto que nos tendrán los demás. Y a la inversa: el que lleva los conflictos internos afuera será visto, como mínimo, como desubicado.

“Asumo todo: de Clovis al Comité de Salvación Pública”, proclamó Napoleón, a quien Cristina Kirchner dice admirar. O sea TODA la historia de Francia, desde el primer rey franco hasta Robespierre, con sus luces y sus sombras. Lo opuesto a un actuar vergonzante.

La Presidente nunca pudo entender por qué Barack Obama no la honró con una invitación a la Casa Blanca como a otros mandatarios de la región, pese a los muchos años que ambos llevan gobernando en paralelo sus respectivos países. Y pese al entusiasmo con el cual ella recibió la llegada del primer presidente negro de la historia de los Estados Unidos. En un gesto muy fuera de lugar, le envió una carta de varios párrafos, en vez del telegrama de rigor. Un signo no sólo de falta de oficio sino de lo muy erróneamente que interpretó el cambio de color político en la Casa Blanca.

Una administración demócrata, es decir de signo opuesto a la de George W. Bush, fue la encargada de “cobrarle” al Gobierno argentino la factura por el destrato que recibió el ex mandatario republicano en la Cumbre (Estudiantil) de las Américas en Mar del Plata en 2005.

Los Kirchner, en cambio, no dejaron pasar ninguna cumbre mundial, regional y hasta bilateral sin hacer alguna referencia crítica a las “políticas neoliberales” de los gobiernos que los precedieron. Su carta de presentación ante la sociedad internacional fue y sigue siendo la crítica al propio pasado argentino. En definitiva, la crítica a su propio país. Como si no conocieran otra manera de hacerse valer. No importa cuál sea el auditorio, siempre lavan los supuestos trapos sucios en público. Para ellos el mundo no es más que otra tribuna desde la cual hablar para sus acólitos.

“Esta deuda no la generó este Gobierno. Este Gobierno está pagando la deuda que generaron otros”, volvió a sermonear Cristina el 19 de agosto pasado.

Hay muchas cosas que este Gobierno “no hizo”. El puesto que Argentina tiene en el G20 no lo consiguió el kirchnerismo, por ejemplo; pero a esa herencia sí la aceptan. Ellos sólo se anotan en la columna del haber. Peor aún: ni ese foro internacional se salvó de escuchar las diatribas contra las políticas por las cuales –entre otras cosas- nuestro país fue incluido en él.

 

El “restaurador” de la autoridad

El kirchnerismo nació con esa tara y jamás la pudo superar. Por debilidad real o por conciencia de advenedizo, desde el inicio su principal combustible fue la denigración de todo lo anterior.

Sorprende que quienes ahora peregrinan a Roma no hayan aprendido nada de Jorge Bergoglio. Está en la Santa Sede, pero a la vista de todos; cada cosa que hace es reflejada en los medios y repercute mundialmente. Podrían estudiarlo. Y aprender, por ejemplo, que se puede construir autoridad desde un cargo sin necesidad de denigrar a los que lo ocuparon antes. Si buscase el aplauso fácil, nada le hubiera convenido más: el “enemigo” –y vaya si la Iglesia Católica los tiene- siempre está con el cuchillo entre los dientes, al acecho de una fisura…

Néstor Kirchner, inexplicablemente elogiado como restaurador de la autoridad presidencial, se dedicó sistemáticamente a patear árboles caídos y a servirse de la crisis, de la debilidad institucional, de la desesperación de muchos y de la tentación muy humana de buscar chivos expiatorios, para concentrar poder, de modo excesivo y por lo tanto arbitrario. Una nueva versión del lamentable “divide y reinarás”.

El antecesor de Cristina llegó a prestar el despacho presidencial a un programa humorístico para filmar un sketch contra Fernando De La Rúa. Hasta aceptó hacer un bolo… Luego fomentó incesantemente la división entre argentinos con el mismo fin de fortalecerse a partir de la supuesta debilidad ajena. Pero esa división, proyectada hacia afuera, debilita al país, no a un sector.

¿De qué le sirve a la Argentina que el Gobierno recuerde todo el tiempo que no contrajo la deuda? Ya lo sabemos. Y lo sabe el mundo. Como sabemos que hace más de diez años que se ocupa del problema y que la reestructuración de deuda “más exitosa de la historia” se quedó en el relato.

Lamentablemente, debido a esta receta supuestamente exitosa de acumulación de poder, se ha naturalizado en el país el comportamiento mezquino y sectario en política. El (mal) ejemplo cunde. Y las jóvenes generaciones no han visto otra cosa.

Por eso una de las grandes enseñanzas que encierra la vida del Papa argentino para nosotros, sus compatriotas, es que no es cierto que para alcanzar logros en política no haya más remedio que actuar canallescamente.